Prólogo - Una noche con Rubí - Catherine Brook

Surrey 1804

El cielo estaba nublado como prefacio de la tormenta que no tardaría en estallar. La luna, oculta entre tantas nubes, privaba a la noche de su luz; por lo que nadie podía distinguir con claridad a las cuatro pequeñas figuras que corrían a través del viejo camino, no solo buscando un refugio, sino también salvar su vida.




Sus hermosos vestidos garantizaban su buena cuna, a pesar de que estaban sucios y algo rasgados por la huida.

El llanto de al menos tres de ella era lo que rompía el silencio de la noche. Lo que debió ser una hermosa noche en familia, que celebraban la noche buena; se convirtió en una de las peores pesadillas para cualquiera, cuando, apenas terminado el brindis, unos hombres armados irrumpieron en su casa, matando a cada ser que se encontraba en la estancia sin piedad alguna, salvándose únicamente cuatro criaturas que por insistencia de su institutriz, habían decidido jugar oportunamente al escondite.

Los tres hermanos Loughy, sus esposas, y una gran parte de la familia de ambos, estaban ahí; por lo que a las niñas respecta, estaban completamente solas, con la única compañía de ellas mismas.

Para tres de ellas, siempre será desconocido el motivo por el que alguien quiso hacerles daño, pero siempre quedará en la memoria de la cuatro lo sucedido esa noche. El terrible recuerdo de como casi toda su familia había muerto en tan solo minutos, quedaría siempre en su memoria. Si alguien pudo escuchar los disparos a pesar de lo lejos que la finca quedaba apartada de las otras, nadie intervino, o al menos, no dio tiempo de ello, ya que todo sucedió tan rápido que era casi imposible de creer. Los pocos lacayos que se armaron para defender a sus señores debían estar incluidos en el charco de sangre que bañaba el gran salón. Definitivamente, ninguna olvidaría esa noche, y tres de ellas desconocerían que el causante murió en esa misma revuelta y solo una de ellas quedaría marcada por haber sido testigo de la traición entre la propia sangre.

***********

-Apresúrese por favor, llegaré tarde- gritó la mujer sacando un poco la cabeza a través de la ventana del carruaje.

-Voy lo mas rápido que puedo, excelencia- respondió el chofer- pero el camino está muy oscuro y sería un peligro ir más rápido, además, pronto empezará a llover y el camino podrá tornarse resbaladizo.

Lady Rowena, duquesa de Richmond, se recostó en el asiento y miró por la ventanilla sin ver nada en realidad, ya que como afirmó el chofer, la noche estaba demasiado oscura para poder distinguir algo.

Iba de camino a su mansión en Londres, donde celebraría, junto a su esposo y su familia, la noche buena. Se había retrasado debido a que fue a visitar a una muy querida amiga suya que estaba enferma y a punto de morir, se le había pasado el tiempo, por lo que ahora iba tarde a la cena. Sin embargo, no se arrepentía del viaje, al menos pudo despedirse de su querida Clareen que seguro no pasaría de esa noche, causando una tragedia a la familia en una noche que debía ser de felicidad.

Siguió observando a medias, el camino. No debía de faltar mucho para llegar a Londres cuando el carruaje se detuvo abruptamente.

-¿Qué sucedió? - preguntó, pero el conductor pareció no escucharla ya que intentaba controlar a los caballos que se habían agitado por la brusca parada.

Llena de curiosidad, abrió la puerta del carruaje y se bajó sin ayuda ante la atónita mirada de los lacayos que la acompañaban por seguridad, y que inmediatamente se pusieron a su alrededor.

Lady Richmond reprimió una exclamación de fastidio y se dispuso a averiguar la causa de la parada.

Lo que vio la sorprendió. Ante si, encontraban cuatro hermosas niñas, tres de ellas debían tener unos 8 años y la otra unos cuatro. Al parecer, la más pequeña se había caído y las demás intentaban levantarla, pero la pequeña parecía reacia a pararse. Fue una suerte que su cochero pudiera detener el carruaje a tiempo o hubiera sucedido una desgracia.

-Ya no puedo más Rubí- se quejaba la niña.

De repente, todas parecieron percatarse de su presencia porque la miraron con una expresión de miedo en los ojos que le rompió el corazón e, inmediatamente una de ellas empezó a insistir con más vehemencia en que la pequeña se parara.

Rowena no sabía que pensar, apenas detallaba los vestidos, pero lo que vio fue suficiente para hacerle saber que no eran indigentes. Sin embargo, también pudo notar que debían venir corriendo desde hace rato por el estado desaliñado que su ropa presentaba. Por más que lo intentaba, no podía entender que estaban haciendo las cuatro criaturas solas en mitad del camino, y en plena noche buena cuando todos deberían estar en casa, no importaba cual fuera la clase social.

Con temor a asustarlas, se acercó lentamente y se agachó frente a ellas.

-Hola -murmuró suavemente.

Cuatro pares de ojos se posaron en ellas brillando con desconfianza.

-¿Qué hacen aquí solas?, ¿Dónde están sus padres?- insistió.

Supo que había tocado una fibra débil cuando todas empezaron a llorar, todas menos una que parecía inmersa en un trauma.

Rowena las miró con determinación, pero no pudo distinguir bien sus rasgos ni características. Solo era consciente de que dos de ellas tenían el pelo de un rubio intenso, y que sus colores de ojos no podían ser mas distinto. La que tenía a la niña sujetada por un brazo los tenía avellana. La otra, la que no lloraba los tenía grises. Una de las tubias, las más grande, poseía ojos oscuros, aunque no supo si eran negros u otro color, y la más pequeña de todas, también rubia, tenía los ojos verdes más hermosos que hubiera visto nunca.

-¿Dónde están sus padres?- volvió a preguntar al no obtener respuesta.

La de ojos avellana la miró con estos cubiertos de lágrimas y respondió en un murmullo como si todavía no se creyese lo que iba a decir.

-Muertos.

-Dios- exclamó.

-Los mataron a todos - comentó la rubia grande.

-¿A todos?- preguntó- ¿No son hermanas?

-Primas - respondió la de ojos avellana- y ella es mi hermana - señaló a la mas pequeña que aún sujetaba por el brazo.

-Excelencia - interrumpió el cochero- deberíamos...

Ella lo detuvo con una señal de manos y se centró su atención en las niñas.

-¿Cómo se llaman?

-Rubí- dijo la de ojos avellanos.

-Zafiro- respondió la rubia grande.

-¿Y tú pequeña?-preguntó a la niña que seguía en el piso llorando.

-Es-Esmeralda-dijo entre sollozos.

-¿Y tu?-preguntó a la de ojos grises, pero esta no respondió, seguía absorta en sus pensamientos, fueran cuales fueran.

-Ella es Topacio- respondió la de nombre Rubí.

Rowena esbozó una pequeña sonrisa con la intención de dar ánimo.

-Veo que a sus padres les gustaban las piedras preciosas- supo que fue un error en el momento en que las palabras salieron de su boca y se reprochó mentalmente por la indiscreción.

-Decían que éramos sus joyas- habló por primera vez la de nombre Topacio, seguía sin soltar una lágrima, pero se dejó caer contra el piso y abrazó sus rodillas contra el pecho como en estado de shock.

A Rowena se le partió el corazón con tanta tristeza junta. No podía dejarlas ahí, sería una crueldad de su parte, cuatro niñas solas en la calle corrían peligros incontables. Las llevaría con ella, al menos, hasta que se aclarara la situación.

-Vengan conmigo- les dijo- tendrán un lugar donde dormir y no estarán solas.

-Milady...- intentó hablar uno de los lacayos.

-Vendrán conmigo- afirmó con decisión acallando cualquier protesta.

Sin embargo, las niñas no parecían muy convencidas y no se movieron de donde estaban, de hecho parecían que querían echar a corre de nuevo.

-No hay nada que temer- dijo con voz dulce- todo estará bien.

No supo cual de las dos frases las había convencido, pero después de lanzarse miradas entre sí, la siguieron, pronto todos estaban en el carruaje camino a la mansión en Londres

Por supuesto que la llegada de Rowena con las cuatro niñas causó sorpresa, pero nadie se atrevió a cuestionarla. Todos sabían del buen corazón de la duquesa y su debilidad por los niños ya que a sus veintiocho años no había podido tenerlos. También conocían su férrea determinación y su esposo, que la amaba mas que a si mismo, no se atrevió a contradecirla cuando afirmó que las criaturas se quedarían ahí.

Las pequeñas que no quisieron comer nada,fueron trasladadas a una habitación infantil arreglada a toda prisa y la noche buena transcurrió todo lo normal que la situación lo permitió. 

No hizo falta investigar mucho para averiguar lo que pasó. Al día siguiente, el día de navidad, se vio algo empañado por los chismorreos de lo que llamaron "La tragedia de La Joya".

Según se enteraron, la pasada noche un grupo de hombres armados entraron en la residencia del Señor Loughy, el mayor de los hijos de la familia, y si razón aparente, mataron a todos los que se encontraban dentro.

Toda la familia paterna estaba ahí, y solo familiares lejanos por parte de las vías maternas podían acoger a las niñas. No obstante, ninguno de ellos se presentó en los meses siguiente reclamándolas, al fin y al cabo, recoger una criatura significaba un gasto, y si era mujer peor, pues tendría que proporcionarle una dote y la única esperanza para recuperar el gasto era que la mujer encontrara un buen partido que no muchas veces era posible. En el fondo, Rowena se alegró de que nadie las buscara, les había tomado mucho cariño a las adorables criaturas y no quería dejarlas ir. Además, si alguien iba a buscar a una de ellas significaría separarla de las otras, y ella estaba segura de que eso las destrozaría pues se querían como hermanas. Así que, con ayuda y apoyo de su esposo, se convirtió en su tutora. Las educaría como a unas damas y se encargaría de conseguirles en un futuro un buen marido. A partir de ahora, las Señoritas Loughy serían sus hijas aunque ellas no llegaran a considerarla su madre, pues entendía que el recuerdo de la suyas siempre estaría patente, pero ella ya las quería como lo que eran, una joyas. Como las joyas que tenían los anillos que poco después habían descubierto llevaban colgados en su cuello y que tenían la piedra preciosa que hacía honor a sus nombres. Ahora eran sus joyas. Joyas de la nobleza.

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