Capítulo dos - La pequeña Malone - Mariam Orazal


Debería ser más valiente. Debería tener el coraje de levantar la cabeza y enfrentar su mirada. Lo menos que le debía, era una explicación, pero las palabras no eran capaces de traspasar sus labios. El recuerdo de aquellos ojos castaños mirándola con desaprobación y desprecio le provocaba un tremendo vacío en el estómago.
ÉL. Marcus Chadwick. Vizconde de Collington.


No necesitaba mirarle para percibirlo. No necesitaba otear su rostro para dibujar en su mente la dulzura de su expresión. Los pómulos suaves, los labios generosos y los pequeños hoyuelos en los costados de su boca, la nariz recta y alargada, los ojos dulzones de todos los posibles matices de dorados y marrones, las pestañas largas y espesas, y aquellas cejas rectas que parecían un recordatorio de que no era del todo el ángel por el que todo el mundo le tenía. Incluso enfadado, era el rostro más bello de toda la cristiandad; tan perfecto, que le había granjeado el sobrenombre de "El ángel de Londres"
Y ahora estaba enfadado. Con ella. Incluso era probable que estuviera fraguando en aquel momento el modo de decirle que se apartara de su hermana para siempre. Puede que después de haberlas descubierto en aquel intento de robo, hubiera llegado a la conclusión de que Lauren Malone era una peste en sus vidas. Y no le faltaba razón, mas su advertencia no sería necesaria; porque Lauren Malone, irremediablemente, iba a desaparecer de sus vidas.
Pero eso él no lo sabía, y ella no tenía el valor suficiente para poner voz a sus pensamientos. Solo cabía pensar que en cualquier momento el vizconde daría por concluido su intenso escrutinio y dictaría sentencia. Notaba sus ojos clavados en ella, lo percibía. Y era más que evidente que solo estaba buscando las palabras adecuadas para ponerla en su lugar, para reprenderla, para desahuciarla.
ÉL, que lo era todo para ella.
Iban de regreso a casa en un carruaje, que por obra de la divina providencia no llevaba el escudo de armas de Haverston y era perfectamente irreconocible. Marcus y su amigo, Lucas Gordon, marqués de Riversey, las habían rescatado justo antes de que su intrépida mejor amiga se aventurase al interior de la casa del señor Growden. A todo esto, había que añadir, que Riversey era ni más ni menos que el aristócrata a quien ellas habían atracado una semana atrás. Un error de cálculo que había tenido consecuencias muy dispares. La primera fue que Lucas Gordon había terminado descubriendo el pastel, y la segunda que Megan había terminado enamorándose del marqués. Puede que, en este justo momento, ellos estuvieran haciendo las paces ya que Riversey se había hecho cargo de devolver a su amiga a Haverston Manor, unos minutos antes.
Lauren esperaba de todo corazón que solucionasen sus diferencias, porque nadie merecía la felicidad tanto como Megan Chadwick y era evidente que aquel hombre se había convertido en el componente esencial para que su amiga la obtuviese. Ojalá pudiese quedarse para saberlo, pero esa ya no era una opción. 
Transcurrieron varios minutos más de silencio en el ínterin hasta que Lord Collington, al parecer, conjugó en su mente la reprimenda adecuada. Lo normal hubiera sido que esto la ayudara a tranquilizarse, pero, por el contrario, aquel ensordecedor mutismo no hacía más que aumentar su ansiedad. Era cuestión de pocos segundos más que toda la pacífica y platónica amistad que ella había cultivado tan denostadamente durante años se derrumbase ante sus ojos.
—¿Tiene razón Megan? —preguntó Marcus por fin—. ¿Eres una completa inocente en toda esta trama? ¿Debería simplemente dejarte en la puerta de casa y olvidar el lio en él que os habéis metido, según mi querida hermana, por decisión íntegramente suya?
Megan había intentado por todos los medios desviar la ira de Marcus hacia ella. Le había dicho, y no era mentira, que la idea de recuperar los pagarés allanando la propiedad de Growden había sido suya, y que había empujado a Lauren, lo cual no era menos cierto, a que la acompañase.
La muy pícara incluso había intentado llevar a cabo la hazaña ella sola. Había fingido desistir en su empeño de "tomar cartas en el asunto" cuando ella se había negado en redondo a que volvieran a ponerse en peligro y a delinquir, pero Lauren en seguida había presentido que solo la estaba camelando para dejarla fuera de sus maquiavélicos planes.  No cabía duda de que Lady Megan Chadwick era intrépida, manipuladora e irreflexiva, pero no era la culpable de la presente situación.
—Nadie más que yo es responsable de las acciones que hemos tomado, pues todo lo hecho ha sido en beneficio de mis propios intereses. Jamás debí informar a Megan de mis circunstancias, pues siendo como es una amiga leal y valiente, no le quedé otro camino que el de involucrarse.
—Me temo que podrías pasaros la vida exonerando la una a la otra. —Marcus suspiró con fatiga y se inclinó hacia delante. Le tomó la barbilla con una mano y le obligó a levantar la cabeza. —Dime qué ha pasado. Desde el principio.
Sí, conocía a la perfección el rostro de Lord Collington, pero cada vez que sus ojos se posaban en él, todo su cuerpo se estremecía y era como si fuera la vez primera. Se le llenaron los ojos de lágrimas y dio gracias a la noche por ser tan oscura y ahorrarle la vergüenza de su propia conmiseración.
Cuando observó su semblante, aún tan serio y preocupado, pensó que no era demasiado justa la vida si lo único que le ofrecía al llegar el final era esta bochornosa despedida. Si esta era la última vez que veía a Marcus Chadwick, al menos debería haber sucedido en un baile, donde él la sujetaría con firmeza y elegancia por la cintura, la haría girar y soñar, y le dedicaría varias de sus fascinantes sonrisas. Debería haber sido en un lugar y en un tiempo en el que Marcus no supiera el tipo de persona en el que se había convertido. Un final en el que no la despreciase. No, la vida no era justa, y además tampoco lo ponía fácil, porque no bastaba con que lo supiera todo, sino que quería oírlo también de su boca.
—Después de que mi madre faltase, mi padre comenzó a beber y a jugar. —Intentó que su voz sonase firme, sin ningún filo de afección. Se limitaría a contar los hechos. Escuetos y asépticos. No tenía sentido prologar el mal trago—. Hace dos semanas descubrí que debía mucho dinero a Albert Growden y a su socio. Megan se ofreció a ayudarme y conseguimos el dinero... —En ese punto sintió el deseo de apartar la mirada, pero no lo hizo— robándolo. Pero después de eso, mi padre siguió apostando sumas muy altas y esta noche me ha confesado que el Duque de Bedford le ha dado un ultimátum.
—Por causa de los pagarés que ibais a robar —añadió Marcus. Lauren asintió.
—Hubo una partida en la que mi padre firmó esos documentos. Alguien bien relacionado debía estar presente porque informó a Bedford. Son miles de libras. La corona no está dispuesta a consentir que un vizconde arruinado vaya por ahí desprestigiando a la aristocracia inglesa.
—Lo abandonarán a su suerte —coincidió él.
—Le revocarán el título y facilitarán su ingreso en prisión —aclaró ella.
—La cárcel de deudores. —Marcus demostraba comprender perfectamente las dimensiones de la catástrofe y sin embargo no parecía ni la mitad de escandalizado de lo que Lauren hubiera podido esperar—.
—Growden solicita su ingreso en Marshalsea y Bedford está más que dispuesto a permitirlo.
—¿Puede costearse tu padre la estancia en la zona de los nobles? —preguntó con desconfianza.
En las cárceles de Inglaterra, en algunas como Marshalsea, había zonas donde se podía vivir medianamente bien. Eran zonas nobles, con habitaciones que se alquilaban a los presos y en las que podían vivir con sus familias o compartiéndolas con otras personas. La otra opción era la zona modesta, donde la gente se hacinaba en habitaciones en las que no había el espacio suficiente para todos y pululaban las enfermedades provocadas por el hambre y la falta de higiene. Lauren no podía permitir que su padre acabase en una de aquellas salas comunitarias o mendigando chelines a través de la verja para poder pagar su manutención.
—Mis abuelos me pasan una asignación mensual. Será suficiente para mantenernos a los dos. —Le informó.
—¡Tú no vas a ir a Marshalsea! —exclamó Marcus con expresión iracunda.
—¡No! —aclaró ella de inmediato—. Eso no será necesario. Yo me encargaré de que su manutención sea atendida. No puedo liquidar la deuda que él ha contraído, pero si puedo garantizar que viva allí dignamente —añadió—. No hay ningún motivo por el que tenga interés en compartir su destino y su espacio, te lo aseguro.
—Bien —añadió Lord Collington más calmado—. Gordon asegura que al asunto de los robos está zanjado. Que las joyas fueron devueltas y la deuda liquidada. ¿Queda algún cabo suelto? —inquirió entonces.
Era de esperar que antes de acudir en su rescate, Riversey hubiera puesto al tanto a su amigo de las condiciones en la que se había desarrollado toda aquella catástrofe. El marqués había sido de vital importancia para solucionarlo, ya que se había ofrecido a volver a comprar las joyas y devolverlas a sus legítimos dueños para que estos no tuviesen excesivo interés en exigir una investigación que podría haber dado con los huesos de Megan y los suyos propios en una de esas cárceles donde no solo terminan los morosos, sino también las ladronas como ellas.
—Lord Riversey fue muy amable al ocuparse de todo, sobre todo teniendo en cuenta que su carruaje fue uno de los que asaltamos. Si no hubiera...
—¿Quéeeee? ¿De qué estás hablando? —gritó él.
«Oh, oh...».
Parece que el marqués no había sido muy explícito después de todo. Lauren se estremeció de arriba abajo por el tono, ahora sí, escandalizado y notó que le faltaba el aire. En este momento era imposible saber qué parte de la historia le había contado Riversey y qué otra parte se había reservado. Quizá solo le había mencionado que habían robado unas joyas, pero no había entrado en detalles sobre el procedimiento. Esto parecía lo más lógico teniendo en cuenta que cuando antes había confesado que tuvieron que robar para conseguir el dinero, Marcus no se había ofuscado tanto. Entonces, ¿qué debía contarle? No quería poner en evidencia a Lord Riversey después de la ayuda que les había prestado, pero no veía la forma de salir del embrollo.
—¿Yo?... Pues... —balbuceó—. Lord Riversey n-nos... ayudó a d-devolver las joyas. Sí. Eso quería decir.
Marcus se incorporó de nuevo en el asiento y la tomó por los brazos con fuerza. Le dio una pequeña sacudida y la miró con una expresión que no admitía medias tintas.
—¿Te parezco imbécil, Lauren? ¿Vas a fingir que no has hablado de asaltar carruajes? No me pongas a prueba, pequeña —sentenció al tiempo que Lauren observaba como todos los músculos de su cara estaban tensos por la ira.
Sin lugar a dudas, el vizconde de Collington era una de esas personas a las que se podía engañar con facilidad. No era como esos bobos petimetres tan ensimismados en su propio ego a los que cualquier explicación femenina les entraba por un oído y le salía por otro siempre que no tuviese que ver con ellos. Este era un hombre que se preocupaba por asuntos de gran trascendencia en el parlamento, y ni siquiera ocupaba un escaño en la cámara de los lores. A alguien así no se le puede despistar con una excusa improvisada e insustancial.
Y de todos modos no había nada que ocultar, porque no había nada que salvar. Si Marcus tenía que conocer la verdad y desatar su ira con alguien, pues que fuera con ella. Así que se lo contó.
Le aclaró que habían intentado reunir el dinero de forma honrada a través de sus propios fondos, los suyos y los de Megan, pero que se había demostrado insuficiente. También le explicó que en el último mes se habían producido muchos asaltos en las inmediaciones de Londres y cómo ese hecho, tan difundido por los periódicos, les llevó a idear un plan para asaltar ellas mismas algunos carruajes, siempre que fueran ocupados por mujeres mayores, que eran las que normalmente usaban un cierto tipo de vehículos que ellas habían esperado a conciencia. Le relató, groso modo, la gran sorpresa que supuso cuando, de uno de esos carruajes, se bajó el mismísimo Marqués de Riversey a quien le birlaron un reloj y una bolsita con dinero que él recuperó sin que se diesen cuenta. En ese punto, la laguna de conocimiento de Lord Collington debía estar lo suficientemente salvada porque explotó:
—¡Estáis completamente locas! Sabía que Megan no andaba muy lejos de Bedlam, pero imaginaba que tú ejercías un efecto calmante en su fogoso espíritu. Y en lugar de ello, mi hermana ha conseguido arrastrarte a ti con ella. ¡Qué decepción, Lauren! Te creía más sesuda. —El tono desengañado de Marcus tuvo un eco doloroso en su corazón.
—Lo único que ella ha hecho ha sido protegerme —incidió con un coraje nacido del amor incondicional que le profesaba a su amiga—. Siempre lo ha hecho. Tu familia siempre ha estado ahí para ofrecerme su apoyo cuando mi padre se apartó de la sociedad decente y las matronas empezaron a verme como un estorbo en sus reuniones. Por eso me avergüenza muchísimo ser motivo de decepción para vosotros. Era justo lo que quería evitar. No deseo que Megan cargue con la responsabilidad de esto. Si se vio obligada a pergeñar un plan y a ejecutarlo, fue solo porque a mí me falta su inteligencia y su valentía. Pero la única responsable de lo ocurrido soy yo, y nadie más debe sufrir las consecuencias.
—¿Y qué debo hacer contigo, según tú? Porque tengo una idea muy aproximada de lo que me gustaría hacer y tiene una relación muy directa con mis manos estrechando tu preciosa garganta.
Era una estupidez monumental sentir ternura por semejante calificativo en una amenaza de estrangulamiento, pero eso no importó en absoluto a Lauren Malone quien sintió un estremecimiento de felicidad ante la mención de su "preciosa garganta". Le entraron ganas de decirle que lo hiciera, que pusiera sus manos alrededor de su cuello, pues las ansias porque la tocara eran tan grandes que incluso así se conformaría. Pero eso eran bobadas. Estaba dándole importancia a lo que no la tenía.
—Entiendo que... tras lo sucedido, lo más adecuado será que me mantenga lo más alejada posible, y es eso lo que tengo en mente, lo juro. Incluso aunque hubiéramos podido recuperar los pagarés, es evidente que la imagen pública y la posición de mi padre están lo suficientemente denostada para que mi sola presencia sea considerada un desprestigio para quienes ronden mi compañía. No habrás de preocuparte por eso, porque no pienso seguir perjudicando a Megan...
—¡Basta! —Le interrumpió con una expresión mitad incrédula, mitad indignada—. Ahora me estas ofendiendo al sugerir que quiero que te apartes como una apestada. ¿Qué clase de persona te crees que soy? Los Chadwick no abandonamos a los amigos y nadie te está pidiendo que te tires al arroyo y dejes de ensuciar las baldosas de entrada a nuestra casa. ¡Por Dios que eres de lo más impertinente!
Lauren se quedó de piedra mientras escuchaba esta acalorada perorata por parte de Marcus. La lealtad de los Chadwick era una cualidad incontestable, como bien había comprobado ella a lo largo de los años, y quizá él tenía razón al ofenderse. Pero, ¿cómo podía sugerir siquiera que siguiera perteneciendo a su círculo de amistades? Ahora que la posibilidad de recuperar los pagarés era cosa del pasado, el escándalo iba a cebarse con ellos en cuestión de una semana. ¡Su padre iba a entrar en la cárcel!, por el amor de Dios. No es que fuera una apestada, es que era una auténtica epidemia para la reputación de esa familia. ¿Es que él no lo veía?
—Unas cabezas de chorlito, eso es lo que sois —continuó al cabo de dos segundos en los que se suponía que había cogido, sin éxito, aire para calmarse—. ¿Es que no podíais confiar en mí o en Gordon? ¿Es que acaso creíais que no os habríamos ayudado sin tener que llegar al extremo que habéis llegado?
—No quería que supieras en lo que se había convertido mi vida —contestó simple y llanamente.
Porque era la verdad. No había querido sufrir el dolor de su decepción, no había pensado que la lealtad de Marcus hacia ella estuviese por encima de la debida distancia que mantenía la gente respetable con la chusma en la que ella y su padre se habían convertido. Era evidente que se había equivocado.
Marcus se había vuelto a recostar sobre el respaldo del vehículo y miraba absorto por la ventana, con el codo apoyado contra el marco de la portezuela y la mano enredada con frustración entre sus sedosos cabellos rubios dorados. Ella entrelazó las manos en el regazo y bajó la vista hasta ellas, que reposaban sobre los pantalones de piel de su disfraz de ladrona. Eran suyos. De Marcus.
La única con posibilidad de obtener ropa varonil de su talla era Megan, pues al parecer en Haverston Manor aún se conservaban algunas prendas de cuando ellos dos habían sido pequeños. En este momento, ella vestía una camisa de algodón y lino de color azul oscuro y unos pantalones de ante marrones, que algún día habían envuelto las piernas de Marcus, cuando él era apenas un jovencito de trece o catorce años. ¿Le amaba ya por entonces? Sentía que le había amado toda su vida, pero, ciertamente, no recordaba el momento exacto en que comenzó a sentir esa emoción en concreto.
Reunió valor y volvió a mirarle. Era tan hermoso... Había soñado miles de veces, despierta y dormida, que acariciaba con los dedos los contornos suaves de su rostro, la barbilla redondeada, el mentón suave, la frente oculta tras las ondas doradas. Había imaginado aquel rostro pegado al suyo, la mejilla acariciando la suya, la boca besando sus labios... Había compuesto miles de noches en su compañía, había creado infinitos romances con él. Pero los sueños rara vez suceden en la realidad.

Esta sería la última vez que lo viera. Después de esta noche se iría, y quería grabarse en la mente y en el corazón todas las imágenes posibles de él. Incluso la de ahora, con ese ceño exasperado que a ella le gustaría besar. Decía que no tenía por qué apartarse y le creía, pero, de igual modo, la decisión ya estaba tomada.

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