Capítulo tres - La noble ladrona - Mariam Orazal


Su error no podía haber sido mayor, ni las consecuencias podían ser más catastróficas. El carruaje no solo estaba ocupado por hombres en lugar de mujeres, sino que en él viajaba una de las personas que Megan menos esperaba encontrar y que menos le convenía cruzarse.
Si su instinto se había puesto alerta cuando vio asomar por la portezuela la cabeza del primer pasajero, un joven pelirrojo de unos veinte años, lo que sintió cuando Lucas Gordon —Gordon, como ella le llamaba—, marqués de Riversey, descendió de un salto del vehículo fue un absoluto y devastador shock, que le impidió articular palabra y puso su corazón a latir a toque de degüello.

No tuvo la más mínima duda de que aquel alto y musculoso cuerpo pertenecía a Lucas Gordon. Aquel irreverente pelo castaño oscuro que sobresalía de su sombrero era el de Gordon. Y aquella barbilla angulosa y obstinada también era suya.
Maldición, de todos los coches de Londres a los que podría haber parado tuvo que detener ni más ni menos que al del mejor amigo de su hermano. El insufrible granuja que siempre la andaba provocando y dando palmaditas condescendientes en la cabeza, frustrando cualquiera de sus planes divertidos y espantando a sus pretendientes más pendencieros. Él la conocía de sobra, la iba a descubrir seguro. Podía darse por muerta en aquel mismo instante.
La joven no pudo menos que admirar la tranquilidad y sosiego con que el marqués descendió del carruaje sin perder un ápice de su elegancia, con aquella confianza arrogante que a ella le sacaba de sus casillas. Claro, que un par de supuestos "muchachitos" asaltadores de camino no debían intimidarle mucho.
—¿Qué desean, señoritas? —preguntó con una sonrisa perfectamente controlada y un tono de voz jocoso.
Megan ahogó un gemido de pánico mientras sentía como todo su cuerpo se tensaba por la conmoción.
«No, no, no. Esto no está bien. ¿Cómo se ha dado cuenta tan pronto? Por favor, Dios, que no nos reconozca».
—¿Señoritas, dices? —El muchacho pelirrojo que había bajado en primer lugar abrió sus ojos desmesuradamente y recorrió el cuerpo de las muchachas con la boca abierta. Megan sentía que le costaba respirar. Lanzó una mirada desesperada hacia Lauren, que tenía los ojos fijos en el marqués y desmesuradamente abiertos. Le entraron ganas de gritarle que los cerrara pues aquellas esferas verdes eran una seña de identidad demasiado reconocible.
—Primo, me temo que no has aprendido nada de mí. —Gordon resopló y miró al joven con aire condescendiente mientras elevaba sus manos de una forma despreocupada y tranquila, tomando la misma posición de rendición que su primo— ¿Cómo puedes haber pasado por alto tan portentosas curvas?
Él le dirigió una mirada penetrante, llena de conocimiento y de oscuras intenciones, y Megan sintió que las rodillas le flojeaban. No tenía ni idea de lo que quería decir con aquello de las portentosas curvas, aunque sabía de sobra que Lauren y ella no eran precisamente sílfides. Claro que no tenía por qué suponer una ofensa, quizá no lo decía de modo despectivo...
«¡Eso no importa!¡Concéntrate!».
Levantó más el cañón de su Beretta, en un intento de recuperar el control. Había intuido que aquel disfraz no iba a ser del todo efectivo, pero había funcionado tan bien hasta ahora... Ambas estaban usando unos pantalones de piel de cuando su hermano, Marcus, tenía doce o trece años. Eran de un marrón casi negro, al igual que las camisas que había cogido también de uno de los arcones donde guardaban la ropa que les había quedado pequeña. Se habían vendado los pechos la una a la otra, para que aquellas protuberancias no las delatasen y también habían robado dos pares de botas de las habitaciones de las criadas, pues todas las suyas tenían tacón. 
Pero, a pesar de todos sus esfuerzos, un hombre como el marqués de Riverseh no podía dejar de darse cuenta de su feminidad. ¿De qué curvas hablaba? No tuvo que seguir preguntándoselo cuando Gordon clavó la vista en sus caderas. Tuvo que tragar para pasar el nudo de azoramiento que le invadía la garganta.
Eso no podía salir bien. Era perentorio pensar en una salida. 
¿Tenía que parar precisamente al mejor amigo de su hermano? Maldita su estampa, ellas no estaban preparadas para enfrentarse a hombres. Hasta ahora habían tenido mucha suerte. En las dos ocasiones anteriores, los vehículos habían estado ocupados por mujeres, y se habían animado a parar a éste porque también lo parecía. Pero se habían equivocado, un error mayúsculo a decir verdad. Ahora, no solo se enfrentaban a que las desarmasen y las llevasen ante las autoridades, sino que, simplemente con que Gordon las reconociese, estarían perdidas.
Inspiró lentamente, reuniendo todo el coraje del que disponía, y decidió que tenían que continuar adelante. Todavía no las había descubierto y tampoco parecía dispuesto a presentar batalla. Es más, se le veía completamente relajado. No tenía por qué salir mal. Este sería el último atraco, con suerte. Con unas cientos de libras más, conseguirían reunir todo el dinero y, entonces, podrían volver a sus vidas. Así que tenía que hacerlo y tenía que procurar que no las pescasen.
—Usted —ordenó al cochero con voz engolada—, baje de ahí y maniate a los señores con esas cuerdas —dijo señalando al suelo, al punto en que ella misma las había dejado.
El hombre mayor miró a su señor a la espera de una confirmación que este le concedió al instante. El gesto la enfureció por completo: las que tenían un arma apuntándole eran ellas, ¿por qué le preguntaba a él?
—¡Rápido! —ordenó, molesta por toda aquella ridícula situación.
—Tranquila cariño, no querrás que el viejo Morgan haga mal los nudos, ¿verdad?
Gordon parecía más que complacido con sus circunstancias actuales y eso no hacía más que ponerla en estado de alerta máxima. ¿Por qué se le veía tan cómodo? ¿La había reconocido? No, imposible. Si lo hubiera hecho habría montado en cólera. ¿Y quién era el otro? No le había visto nunca.
Era algo más joven que Gordon y tenía un vago parecido pero su tez era más blanquecina, salpicada de pecas. Era pelirrojo, aunque de un color muy fuerte y exagerado, no con la sutil elegancia del cabello, también pelirrojo, de Lauren. Había dicho que era su primo, pero desde luego no se podían comparar.
Lucas Gordon era un hombre alto y atlético, en su punto álgido de atractivo varonil. Su pecho era ancho y sus brazos fuertes. Su hermano y él solían ir a los clubes de boxeo a, según ellos, "liberar tensiones", por lo que estaban en muy buena forma. Tenía el rostro recio y anguloso, con una mandíbula afilada y una barbilla que a ella siempre le había parecido arrogante. El cabello castaño casi negro era tan rebelde como él, formando bucles tras las orejas y en la nuca. Sus ojos eran como dos mares tormentosos: grisáceos, grandes y misteriosos.
Cuando le miraba, solía pensar que había algo más detrás de aquel aire despreocupado y bribón de lo que dejaba ver, un filo de algo indescriptible en sus oscuras profundidades brumosas, que siempre la había turbado.
Cuando el cochero ató los nudos de sus dos señores, Lauren se guardó el revolver en la parte trasera de los pantalones y se dispuso a atar las manos del hombre mayor a su espalda, mientras ella les indicaba con un golpe de cabeza que se alejasen del carruaje.
Habían establecido un protocolo de actuación para hablar lo menos posible y evitar así que las pudiesen identificar como mujeres por su voz. Y, aunque ya no parecía necesaria esta precaución, era mejor seguir las reglas que se habían marcado. ¿Podría Gordon reconocer su voz? Menuda tontería.
—Aléjense del coche. Pónganse debajo de ese árbol —ordenó, ahora ya con un poco más de seguridad en sí misma.
Guardó cuidadosamente el revolver en la cinturilla de su pantalón, a su espalda, y se dirigió en primer lugar hacia el pelirrojo. Era preferible registrarle primero a él; le daría algo más de tiempo para superar el impacto de la imponente presencia física de Gordon.
Ahora ya estaba convencida de que no la había reconocido y esto hizo que su pulso se calmase y que pudiera recuperar el control de sus emociones. Probablemente, por su mente no rondaba la posibilidad de que Lady Megan Chadwick, hija del Conde de Haverston, le estuviera atracando. Bien pensado, era un disparate. Y la imposición de la lógica, jugaba esta noche a su favor.
Comenzó palpando los tobillos para asegurarse de que no llevaba ningún arma. No la llevaba. Intentando tocar lo menos posible, tanteó los bolsillos de su pantalón y subió rápidamente de la zona de peligro hacia arriba, registró su chaqueta y encontró... ¡Sí! Una bolsa de rico terciopelo morado con dinero.
Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro mientras el jovencito siseaba y cerraba los ojos en señal de derrota; la guardó en la talega que llevaba colgada de la cadera. Por el peso, la bolsita contenía una buena cantidad de monedas y también parecía contener un buen fajo de billetes. Una oleada de alivio invadió el estómago de Megan: tendrían suficiente para pagar las deudas de juego de Holbrook. ¡Estaban salvadas! Tuvo que contener las inmensas ganas de agarrar a Lauren y ponerse a saltar como dos niñas.
—No se lo tome a mal, hombre. Piense que lo destinaré a una causa justa. Eso le ayudará a superar su pérdida. —No pudo evitarlo. Su sensación de triunfo era tan inmensa que se había envalentonado. Este sería el último atraco. No tendrían que volver a ponerse en peligro.
Se acercó entonces hasta Gordon, viendo un brillo de delectación en sus ojos. ¿Por qué parecía tan complacido? La incertidumbre la corroía. De acuerdo que un par de mujeres no aterrorizaban mucho, pero al menos debería estar intimidado por las armas que les apuntaban ¿no? Suspiró mentalmente. Así era el marqués de Riversey: bravucón y confiado. No debería sorprenderle.
Comenzó también registrando las perneras de sus pantalones y encontró la pequeña pistola que él guardaba en el tobillo. Elevó la vista hacia arriba y se encontró con la más pícara de las sonrisas. Un extraño escalofrío recorrió su columna ante aquella penetrante mirada, que le hizo perder el hilo de sus pensamientos por un infinito segundo en el que no pudo separar los ojos de aquel conocido rostro. Él era fascinante, había que reconocerlo. Sus facciones parecía esculpidas por un artista, con aquella mandíbula angulosa y la perfecta y aristocrática nariz...
Apartó la vista y tiró todo lo lejos que pudo la pequeña pistola. Carraspeó y continuó con su registro en los bolsillos de sus pantalones. No había nada de valor, pero le sorprendió encontrar algunas horquillas femeninas entre las pocas cosas que sacó de sus bolsos. Se quedó mirándolas y después arqueó una ceja hacia él, que continuaba observándola, sin quitarle ojo.
—Algunas veces las damas necesitan ayuda con sus horquillas... —le soltó con una sonrisa sensual.
Sintió el irrefrenable deseo de darle un puntapié en las espinillas. ¡Menudo fanfarrón! Era incorregible. Incluso en una situación como aquella, no podía evitar alardear de sus conquistas. Estuvo a punto de fulminarle con la mirada como hacía siempre que su hermano y él se ponían a narrar sus aventuras y conquistas delante de ella.
Siempre la trataba como a una niña, como si ella no pudiera entender sus comentarios subidos de tono cada vez que su hermano y él pasaban la noche fuera, haciendo Dios sabe que indecencias por los peores barrios de Londres. Pero ella sabía.
La sociedad londinense no era precisamente discreta y algunas de las debutantes resultaban ser una fuente inagotable de información sobre las correrías de los candidatos. Su hermano y Gordon ocupaban un lugar destacado entre los libertinos y también entre los trofeos más codiciados por las jovencitas deseosas de obtener un marido con un buen título bajo el brazo.
Sin contestar a su obvia provocación, Megan levantó con una mano la solapa del gabán y con la otra procedió a registrar los bolsillos interiores, sintiendo como su estómago se apretaba ante la sensación de tocarle. Él era mucho más alto que ella. La cabeza apenas le llegaba a su barbilla y desde allí podía captar el aroma masculino, que le provocaba una incómoda sensación en la boca del estómago.
Sus manos palparon con un ligero temblor aquellos duros músculos de su torso, que desprendían un calor sorprendente, al tiempo que buscaba el bolsillo del chaleco, donde encontró una cadena muy pesada. La sacó y comprobó que era un reloj de oro con una talla muy fina. Lo metió en el bolsillo de su propio pantalón y volvió a meter sus manos entre las capas de ropa de Gordon para terminar el registro, aunque en realidad tenían suficiente con lo que ya habían conseguido.
Así las cosas, tuvo que admitir que ya no había excusas para seguir con el manoseo, así que se retiró.
El corazón le dio un vuelco cuando las fuertes manos de Gordon le sujetaron las muñecas y, en un abrir y cerrar de ojos, le colocó las manos por detrás de la cintura, encerrándola entre sus fuertes brazos y pegándola a su pecho. Dejó escapar un grito de sorpresa mientras todo su cuerpo se ponía en tensión.
¡Maldición! ¿Cómo se había soltado? ¿Y cómo había estado ella tan distraída para no darse cuenta? El cochero. Ese estúpido mequetrefe le había hecho el nudo flojo para que pudiera soltarse con facilidad, y él había esperado el momento más oportuno para apresarla.
—¡Soltadla! —gritó Lauren, con un matiz histérico en su voz mientras giraba la pistola para apuntar al objeto del peligro.
Gordon continuaba escrutándola con su mirada, sin decir nada, haciendo que todo su cuerpo se estremeciese por aquella cercanía, por las oscuras emociones que bullían en los ojos tan grises como aquella incipiente noche. Megan respiró hondo e intentó recuperar algo de su calma. Él no iba a hacerle daño. No era el tipo de hombre que pusiese una mano encima a una mujer, por muy salteadora de caminos que fuese.
—Soltadme... —susurró entre dientes.
—Pero es tan delicioso teneros en esta posición, querida. —Él sujetó sus muñecas con una sola mano y con la otra fue subiendo por su cadera, la curva de su cintura, dejando un rastro de fuego por todo su cuerpo que le hizo abrir los ojos con sorpresa e indignación. Su mano no era brusca, apenas rozando el cuero de los pantalones. Su mirada era de triunfo, como si hubiera estado esperando ese momento desde el principio.
Megan estaba aterrada. Solo tenía que tirar del pañuelo que le cubría el rostro y todo habría terminado, la descubriría y, muy probablemente, pondría los hechos en conocimiento de su padre y de su hermano. La lógica dictaba que tuviese miedo; lo que no podía comprender era porque también se sentía... reconfortada. Estar en los brazos de Gordon era una sensación puramente estimulante. No debería solazarse con el abrazo de un hombre que la estaba apresando, pero no podía dejar de pensar en que era la primera vez que "este hombre" la abrazaba con fuerza y con un brillo lujurioso en la mirada.
A Megan no dejaba de sorprenderle que, por una vez, Lucas Gordon estuviera poniendo en acción sus dotes seductoras con ella. Era casi divertido, excepto por el temblor que recorría su cuerpo y que le contraía con crueldad el estómago. Estaba corriendo un grave peligro y solo podía concentrarse en la curva sensual de sus labios, en la veta pícara de su mirada. ¿Siempre había sido tan guapo? ¿O era la excitación de aquel momento lo que le hacía magnificar su apostura?
—Si no me soltáis, mi compañera disparará a vuestro amigo. —Se obligó a decir, sabiendo que él podía acceder perfectamente al arma que ella misma tenía sujeta en su espalda o quebrarle un brazo con la misma facilidad que se aplasta una ramita.
—Os soltaré si me dais un beso.
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