Capítulo dos - La Ofrenda - Mariam Orazal

Llevaba largo rato escuchando como el grupo de hombres oculto entre el follaje se preparaban para dar el golpe. A la primera señal de compañía, Neil Brodick MacNeil, había dirigido su mirada hacia sus primos, Cormac y Liam, para comprobar que ellos habían notado también que estaban siendo observados. No necesitaba más que un leve asentimiento de cabeza para asegurarse de que todos sus hombres habían comprendido que se les avecinaba una reyerta.



Era común encontrarse con grupos de bandidos en las agrestes tierras altas y también era muy común que pensasen que un grupo de once hombres era fácil de derrotar. Pero muy pocos de los incautos que se aproximaban a intentar limpiar los bolsillos de los mercenarios MacNeil salían vivos para contarlo. Engañaba su aspecto caballeresco, pues desde que habían jurado lealtad al Rey, Juan I, el pequeño ejército de Brodick mostraba una apariencia menos bárbara, pero eso sólo se debía a su papel de emisarios en aquella misión, que requería cierta elegancia. Sin embargo, debajo de las túnicas seguía bullendo la sangre de guerreros, mercenarios, que desde bien jóvenes habían aprendido la barbarie de la guerra y la supervivencia.

El instinto, que le erizaba ahora el vello de su nuca, le había salvado la vida en incontables ocasiones y se había convertido en una parte de sí mismo tan arraigada que podía predecir con fiabilidad cuando se avecinaban problemas. Él y sus primos luchaban desde muy tierna edad, entregados a aquella vida áspera y solitaria que se renovaba constantemente en el campo de batalla. Eran guerreros feroces, eficaces, despiadados, cuando la situación lo requería y aquellas cualidades habían hecho que desarrollasen una merecida fama de infalibles que los había convertido en mercenarios muy temidos y codiciados en el reino. Tanto así, que el mismo Juan de Balliol había reclamado sus servicios para la corona.

Brodick estaba más que preparado para la lucha en ciernes: estaba ansioso. Los numerosos encuentros con señores feudales que había mantenido en las últimas semanas habían puesto a prueba su paciencia. Había sido un auténtico padecimiento aguantar los airados enfrentamientos con los jefes de las Highlands mientras trataba de conseguir su lealtad para los planes del Rey. Le sorprendía que algunos de aquellos arrogantes jefes intentasen obtener provecho de la situación, si bien no podía negar que su propia lealtad a Juan de Balliol había sido prometida a cambio del apoyo de la corona para recuperar sus tierras.

Se levantó del peñasco donde se hallaba recostado mostrando absoluta despreocupación, sacudiéndose las nalgas para limpiarse la tierra adherida a la túnica, mientras se acercaba con parsimonia a su caballo. ¡Buen Dios! Estaba deseando atravesar unos cuantos pechos con su espada para desquitarse de toda la contención que había practicado desde su salida de Edimburgo. Él no era un pacificador, por todos los infiernos, era un guerrero. Prefería mil veces cualquier refriega como la que se avecinaba que ejercer el papel de pacificador sentado a una gran mesa. Pero el monarca creía que sus hombres impondrían el respeto y el temor necesarios para que los barones de la corona se preocuparan de evitar cualquier confrontación con sus deseos.

—¡Eh, Liam! Prometisteis contarnos como lograsteis escapar de la alcoba de aquella joven en Lanarkshire —anunció en tono despreocupado mientras levantaba el plaid que cubría el lomo de su montura, observando que había dos bellacos más escondidos tras la loma—. Estoy seguro de que fue por poco que no acabasteis con un puñal en vuestras nobles partes.

Liam, deduciendo la treta de distracción de su primo, rio acercando su mano izquierda al pecho para dar mayor énfasis a su diversión mientras con la mano derecha sujetaba la empuñadura de su espada.

—Primo, he de confesar que no esperaba semejante arrebato por parte de una muchacha tan decorosa. Si no hubiera visto con mis propios ojos como se encendían en sangre los suyos, no podría haber imaginado que fuera capaz de tal alarde de cólera.

—La pobre muchacha tendría que haberos descuartizado por haceros pasar por el vasallo de su padre y llevárosla con lisonjas a la cama —terció Cormac, quien, a su vez, se había incorporado sobre su codo izquierdo para tener una visión más amplia del claro del bosque en que se encontraban.

—A pesar de lo que creáis la jovencita estuvo muy dispuesta a invitarme a la intimidad de su alcoba si bien no hacía más que unos minutos que nos habíamos conocido. Por cierto, que tampoco era el primero que visitaba aquel enjuto camastro —aseveró Liam.

Brodick sonrió, recordando el escándalo que se formó en Lanarkshire por la indiscreción de su primo. Los MacNeil eran conocidos por ser fieros guerreros, mercenarios infalibles a los que se encomendaban las más peligrosas misiones, pero también eran diablos atractivos que iban dejando corazones rotos a su paso.

Nunca su sed de batallas les había obsesionado tanto como para no ser capaz de liberar sus pasiones. Todo lo contrario. Eran guerreros entregados durante la lid, pero en su tiempo de descanso... bien, era poco frecuente que pasaran la noche solos. Ni siquiera tenían que esforzarse por conseguir un buen revolcón, las mujeres venían a ellos cual borregos al matadero, atraídas por sus fornidos cuerpos y su heroica fama.

Eso sí, tenían una norma, y la tenían por un motivo. Las sirvientas, siervas y prostitutas estaban permitidas; las jóvenes de la nobleza: totalmente prohibidas. Lo sucedido con Liam era la explicación de porqué evitaban a las mujeres nobles. A decir verdad, eran dos las normas: nada de mujeres de buena cuna y nunca anteponer una mujer a la misión. Primero el deber, después el placer.

—Y de hacerme pasar por vasallo no me podéis acusar. La confusión la creo ella misma. Yo sólo tuve que seguirle la corriente —respondió Liam aún entre carcajadas, mientras daba una señal a Brodick para que diera la voz de alarma al resto de los hombres, pues no tenía sentido seguir esperando que aquellos ineptos ladrones se decidiesen a atacar.

El claro concedía a los hombres de MacNeil la amplitud necesaria para recibir a cuantos bandidos atacasen desde los frondosos árboles. Por lo que había podido observar Brodick, no contaban con arqueros y su ofensiva se iba a precipitar desde la zona más densa de la arboleda, lo que les daba a ellos la oportunidad de utilizar lo más elevado de la loma que tenían al noroeste como punto estratégico para librarse de ellos. El jefe de aquellos hombres se equivocaba al pensar que su superioridad numérica les daría la victoria, pero también había errado al atacar a un grupo que se encontraba en la situación más ventajosa. No iba a ser él quien se quejase, habida cuenta de la necesidad que tenía de una pequeña escaramuza.

Cuando los bandidos hicieron su estruendosa aparición en el claro, bramando sus intenciones, Brodick dio orden a uno de sus hombres para que protegiese al emisario del Rey, Edmund Fraser, que ajeno a lo que se estaba desentrañando a su alrededor había gritado escandalizado por el ataque. De inmediato, arremetió contra los primeros incautos que vinieron a medir con él sus espadas. Derribó en el primer mandoble a dos hombres que corrían a su posición y que quedaron inconscientes por la brutal fuerza con que les golpeó. Los bandidos eran más de treinta, pero estaban desastrosamente organizados y poco armados. Sus aceros eran débiles y de mala calidad, lo que precipitó de manera decepcionante su caída.

Brodick localizó al cabecilla, que impartía órdenes a grito pelado y se fue hacia él con la esperanza de que al menos aquel bastardo le diese algo de entretenimiento. El ladrón, que tenía un aspecto fiero, aunque desaliñado, miró a Brodick mientras le enfrentaba con el acero de su espada. Abrió los ojos de forma desmesurada.

—¡MacNeil! —balbució con sorpresa.

Fantástico. Había reconocido a Brodick y, por su cara, no le agradaba lo más mínimo tenerlo por contrincante.

Las hazañas de los guerreros MacNeil eran bien conocidas. Parecía que este sujeto en concreto las había oído o incluso presenciado. Cruzando su espada con la del ladrón, le empujó contra el suelo, desde donde el otro hombre intentaba defenderse. Le permitió que se levantara, pues no le agradaba pelear contra un oponente tendido, y, de inmediato, fue objeto de una serie de golpes por parte de su adversario, que se había levantado con renovada gallardía. Para ser un ladrón de tres al cuarto, su adversario se defendía bastante bien, pero no lo suficiente para satisfacer el hambre de batalla de Brodick. En el momento en que rechazó con fuerza uno de los ataques de su espada, el hombre perdió el equilibrio y tardó lo suficiente en volverse para que le atravesara el costado hundiendo entre sus costillas el poderoso filo de su espada Claymore.

Muerto el cabecilla, el resto de ladrones comenzó la retirada apenas notaron que la batalla estaba perdida. Lamentándose por la brevedad de la escaramuza, Brodick ordenó a sus hombres que recogieran las pertenencias de los caídos. Se acercó, por deferencia, hasta Fraser para asegurarse de que el hombrecillo se encontraba a salvo.

—¿Os encontráis bien? —preguntó sin ocultar su desgana.

Edmund Fraser salió del arbusto tras el que le habían obligado a esconderse, sacudiendo sus ricas vestiduras con sus manos e irguiéndose cuan largo era con su habitual aspecto aristocrático.

Según había averiguado Brodick, este tipo algo afeminado y enfermizo era familiar del propio Juan de Balliol, algo así como un primo de la rama materna de la familia. Era alto y desgarbado, con un pelo pajizo y marrón de lo más común y un rostro estirado. Tenía los ojos un poco hundidos y de un azul muy claro, lo que unido a la palidez de su cara le daba un aspecto enfermizo.

—Ha sido terrible, milord. Esos hombres eran auténticos pordioseros. Tengo que alabar vuestra destreza en las armas, pues a pesar de habernos atacado por sorpresa habéis conseguido, de forma efectiva, dominar la situación. Recomendaré a nuestro soberano que os recompense por vuestra valía.

Brodick volvió sus ojos en blanco por un breve instante y en seguida se obligó a esconder su antipatía por este hombrecillo. Era un incordio.

—Tranquilo Fraser. Está en buenas manos. —Volviéndose hacía sus hombres ordenó recoger el campamento improvisado—. ¡A los caballos! ¡Reanudamos la marcha!

Y en pocos minutos estaban emprendiendo de nuevo su viaje hacia el último de los señoríos que tenían en su ruta. La mayor parte de los barones del rey y jefes de los clanes habían cumplido con su obligación de visitar la corte durante los pasados meses y habían sido informados por el propio Juan de sus intenciones. Pero todavía restaban unos cuantos poderosos señores que el Monarca quería tener de su lado en aquella "misión suicida". A MacNeil poco le importaba el resultado de las negociaciones de Juan en aquel momento. Su objetivo era uno y sólo uno. No tenía tiempo para nada que no fuera lograr sus propios propósitos, de modo que una vez terminado su trabajo para el Rey en la región de Inverness, regresaría a Edimburgo, reuniría a su ejército y acometería su venganza.

Pronto volvería a divisar los agrestes paisajes de las Hébridas, sus enormes lagos y sus verdosas colinas. Echaba de menos los parajes de los frondosos bosques de Barra, poblado de centenarios pinos y de brezos, donde él y sus primos habían corrido sus aventuras más emocionantes; las miles de variedades de flores que brotaban del suelo verde y espeso de las colinas y los valles. Quería volver a lanzarse en las profundas aguas de la bahía de Castlebay y sentir como el gélido océano le iba liberando poco a poco de las tensiones. Las Highlands eran un paraíso salvaje impresionante que mostraba al ojo humano una rica variedad de colores desde el morado más apagado hasta el verde más intenso. Era un acicate para el viajero, después de haber pasado semanas en las parduzcas tierras de las Lowlands. Pero para Neil Brodick MacNeil, ningún paisaje ni región tenía mayor belleza que la Isla de Barra a la que pronto regresaría. Diez años habían convertido a un joven confiado y protegido en un mercenario sanguinario y despiadado, que no pararía hasta recuperar lo que con engaños y traiciones le había sido arrebatado.

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