Capítulo uno - La noble ladrona - Mariam Orazal



LA NOBLE LADRONA
Londres, 1813.
El traqueteo de aquel camino era imposible. Aunque, lo más probable, es que se estuviese viendo incrementado por el enclenque carruaje que los transportaba de vuelta a la ciudad.
Habían pasado una divertida noche en una casa de juego en las afueras, el Lukie's, donde normalmente los jueves era la noche del póker.

No es que su transporte fuera vulgar o ruinoso, pero estaba pensado para breves paseos por el terreno más firme de la ciudad y para la delicada complexión de mujeres. El espacio era exiguo, y desde luego los acabados y florituras no eran de su gusto, pero tampoco se le podía pedir más: "a caballo regalado..."
Su primera idea fue moverse en un coche de alquiler, una de esas lujosas berlinas que se habían comenzado a traer de Alemania y que eran, además de espaciosas, lujosas y seguras; pero su tía Charlotte había insistido en ofrecerle aquella noche su elegante carruaje, un landau muy femenino, cuando su propio vehículo había partido el eje trasero en medio del distrito comercial de Strand, en un pintoresco y frustrante espectáculo, la tarde anterior.
De modo que allí estaba, en un coqueto carruaje de señora, tirado por dos elegantes potros bayos... el ensueño de cualquier princesita.
Lucas Gordon, marqués de Riversey, miraba entretenido cómo la cabeza de su primo bamboleaba contra el costado del carruaje para volver a erguirse contra el respaldo del asiento y caer pocos segundos después en la misma posición. En cualquier momento, el pequeño receptáculo iba a desmontarse como un castillo de naipes e iba a dejarles sentados sobre las ruedas; sin embargo, eso no afectaba en absoluto el plácido descanso de su joven acompañante que, desde hacía más de diez minutos, mantenía aquella pequeña batalla contra la gravedad, sin que eso le impidiese algún sonoro ronquido entre cada caída.
Le parecía más que asombroso que el muchacho pudiese dormir en aquellas condiciones; pero, para ser justo, tenía que reconocer que todo lo que concernía a su acompañante resultaba sorprendente y refrescante. Harold Beiling era un joven... feliz. Completa y absolutamente feliz.
Cuando su madre le había comunicado la visita de su rural pariente, había estado a punto de fingir alguna enfermedad contagiosa para evitarse el trance de tener que hacer de niñera. Pero la marquesa viuda, audaz como pocas mujeres podía haber en el mundo, había anticipado cualquiera de sus excusas y le había amenazado con unirse a la visita durante varias semanas.
Adoraba a su madre, pero prefería disfrutar de su compañía en la finca que la familia tenía en el campo en lugar de tenerla vigilando sus actividades de soltero en Londres. Si, era preferible que ella se mantuviese en Riversey Cottage cuidando de su hermano pequeño, que acababa de terminar sus estudios en Eton.
No es que no tuviese ganas de verlos; por el contrario, estaba pensando hacer una visita esa misma semana, pues los extrañaba mucho. Pero las visitas de Lucas duraban apenas un par de días y las de su madre se prolongaban por semanas. De modo que había elegido el mal menor y había aceptado a regañadientes la estadía de Harold en su residencia de Mayfair.
Pero, para su eterno asombro, el joven terrateniente había resultado ser una entretenida compañía. Y bien sabía Dios que le hacía falta algo de distracción en medio de la aburrida temporada londinense.
Llevaba más de diez años presenciando el lamentable comportamiento de las familias adineradas como la suya durante la "época de caza": lores de todo el reino pavoneándose de sus posiciones en el parlamento, señoras de alcurnia luchando por ofrecer la mejor fiesta del año y consumiendo miles de libras en el empeño, padres que comercian con las dotes, madres que parecen mercenarias y una interminable gama de jovencitas, que van desde las inocentes y soporíferas hasta las sagaces cazadoras de títulos. Y en medio de todo aquel circo, un grupo de jóvenes nobles y herederos que se creen más listos que todos los anteriores y acaban cayendo en algún tipo de trampa antes o después.
Gracias a Dios por el sentido común. Él no pensaba caer en ninguna emboscada. Su privilegiado pragmatismo le había llevado, sin embargo, a caer rendido al hastío propio de quien va un paso por delante. A él nadie iba a echarle el lazo al cuello, al menos por el momento. Estaba a salvo de las artimañas seductoras de las jóvenes casaderas pues su mente y su cuerpo solo respondían ante una mujer y aún no había llegado el momento de reclamarla.
De modo que se dedicaba a mariposear por aquellas fastuosas fiestas, como era su deber, y mientras tanto protegía su más preciado activo de indeseadas atenciones. Con todo y con eso... Londres le aburría. Este era el motivo por el que la visita de Harold Beiling había sido un bálsamo contra la urticaria que le producía "la ton". La temporada en Londres era mucho más agradable vista desde los poco experimentados ojos de su nuevo compañero de juerga.
Su querido primo, siendo como era, un joven de campo sin experiencia en las lides aristocráticas, se mostraba fascinado por todo aquel tinglado y se había declarado un amante de la ciudad desde el día primero.
A Lucas le encantaba explicarle las intrincadas reglas y mentiras de aquella panda de solapados que se creían el ombligo del mundo. No quería, de ninguna manera, que el muchacho se viese envuelto en algún escándalo fortuito o provocado, por lo que se esforzaba en darle detallada información de quién era quién en aquel juego.
Los escándalos estaban de moda en Londres, y él se había convertido en un experto en descubrirlos y evitarlos. Lo menos que podía hacer era extender su experiencia hacia su joven pupilo. Pero de lo que más disfrutaba, sin duda, era de mostrarle al muchacho los placeres de los bajos fondos.
Harold Beiling había demostrado ser un aprendiz avezado en todas las disciplinas, menos en lo que a conquistar mujeres se refería. El pobre muchacho no sabía dónde meter las manos cuando alguna descarada jovencita de las tabernas desplegaba sus encantos ante él.
En todo lo demás, era formidable. Esa misma noche había dado una soberana paliza al póker a su grupo de los jueves y eso que no llevaba jugando más que dos tardes. Definitivamente, la candidez y el entusiasmo de Harold eran contagiosos y novedosos para él.
Lucas notó que el carruaje perdía velocidad gradualmente hasta detenerse con un pequeño tirón que acabó de vencer la batalla que su primo mantenía con la gravedad. Desperezándose, el joven se incorporó sobre el asiento y se asomó por la ventana.
—¿Ya hemos llegado? —preguntó mientras corría la cortina de la portezuela y asomaba la cabeza en dirección al pescante, donde estaba el cochero—. Ah, pues no. ¿Qué hacemos en medio del camino?
La respuesta llegó en forma de una voz amortiguada e indefinible desde el exterior.
—Salgan con las manos en alto y no sufrirán ningún daño. ¡Ahora!
«Esta sí que era buena»
¡Les iban a atracar! Y, para colmo de males, llevaban una buena suma de dinero que el bueno de Harold había obtenido en la partida. Lucas se dio un puñetazo mental. Tenían al menos dos mil libras en el saquito que el muchacho portaba en el bolsillo de su gabán. No es que necesitasen aquel dinero, pero maldición si no le llevaban los demonios porque aquellos ladrones fueran a hacer su agosto con ellos.
Lucas observó la cara de perplejidad de su primo y se vio obligado a sonreír cuando el muchacho demostró que la tarea de abrir la portezuela y mantener las manos en alto era una cuestión imposible. Le hizo el favor de abrir la puerta y permitirle bajar primero mientras él se aseguraba de tener bien sujeto el pequeño revolver que solía portar en el tobillo. No sería fácil de alcanzar sin levantar sospechas, pero al menos no estaba desarmado.
Bajó del carruaje dando un pequeño salto, pues la situación no estaba para pedir que les colocasen la escalerilla y se quedó mirando fijamente a sus asaltantes. Ambos parecían muy jóvenes. Eran tan bajitos que no podían tener más de quince años, iban vestidos de negro de arriba a abajo, con gorras que cubrían sus cabezas y pañuelos que tapaban sus rostros.
Eran los típicos bandoleros, excepto porque parecían unos críos. Recorrió con la mirada a ambos y se percató de que uno de ellos, el que apuntaba a su cochero, tenía un ligero temblor en la mano. Lucas contuvo una sonrisa. Eran un par de aficionados que se habían encontrado con más de lo que esperaban. Harold y él les sacaban al menos una cabeza, y, en el momento que se acercasen lo más mínimo a ellos, iban a quedar reducidos a polvo.
Levantándose el sombrero a modo de saludo, osciló su mirada sobre el muchacho que le apuntaba con una Beretta Laramie. Le sorprendió sobremanera que un vulgar ladronzuelo pudiera permitirse un arma de importación de tanto valor, pero también podría haberla robado... Reconociendo la pericia de su atacante, continuó con su escrutinio hasta encontrarse con unos ojos marrones rodeados de unas tupidas pestañas, que le miraban abiertos de par en par.
«¡Que me aspen! La noche se pone interesante».


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