Capítulo dos - La noble ladrona - Mariam Orazal


Llevaban más de dos horas agazapadas en medio del camino; sentadas en un par de grandes piedras, esperaban escuchar algún ruido que anunciase la llegada de sus víctimas de esta noche.
«Será la última. Por favor que sea la última».

Lady Megan Chadwick, miraba la culata del revolver que había vuelto a coger del armero de su hermano; estaba marcada con sus iniciales, M.C.: Marcus Chadwick, y tenía sobre ella el devastador efecto de hacerla sentir muy culpable.
Su vena justiciera estaba más que convencida de lo que estaban haciendo; su compromiso por encontrar una salida a la difícil situación de Lauren era inamovible, pero eso no evitaba el leve escozor de pánico que sentía al pensar en las posibles consecuencias. La imagen de sí misma, con su precioso vestido nuevo de tafetán azul índigo, encerrada en una ruinosa celda de Bow Street no dejaba de asaltar su mente.
Estaba asustada, para qué negarlo, pero jamás se permitiría el lujo de reconocerlo ante su amiga. Megan era la intrépida, la aventurera y la organizadora de aquel equipo. Y, aunque solo fuera porque la dulce Lauren Malone la necesitaba, haría de tripas corazón el tiempo que faltaba y fingiría que lo tenía todo bajo control.
Lauren había sido su mejor amiga desde la infancia. Habían hecho toda clase de travesuras juntas —instigadas casi siempre por Megan, debía reconocerlo—, habían descubierto todos los sinsabores y alegrías de la vida juntas; no había nada que no hiciera la una por la otra.
Eso quedó patente el día que Lady Haverston, su madre, se obcecó en que Megan debía comer todos los vegetales que se sirvieran en la mesa. Ella retorcía la servilleta en su regazo y miraba los brócolis como si tuviesen tentáculos y estuvieran rebozados en baba de caracol. Lauren la observaba desde el lado contrario de la mesa, con una expresión solidaria y apenada. Cuando estaba a punto de echarse a llorar y rogar clemencia, su amiga cogió con firmeza el tenedor y lo alargó hasta su plato para capturar uno de los asquerosos brotes, lo pinchó, lo llevó hasta su boca y, cerrando con fuerza los ojos, lo tragó con decisión sin pararse a masticarlo.
Lauren no tenía por qué comerlos, su madre solo utilizaba sus inflexibles normas de comportamiento contra ella, pero había visto el dilema en los ojos de Megan y había dado el primer paso para que le resultase más fácil comerse su orgullo y obedecer. ¿Cómo no iba a adorarla? Aquel día le juró lealtad eterna. Y, ahora, justo en uno de los peores momentos de su vida, no iba a dejar que su mundo se viniera abajo, si ella podía evitarlo.
La situación era complicada. Tras la muerte de su madre, dos años atrás, las finas cadenas que retenían las adicciones de su padre habían quedado liberadas y el insensato vizconde había ido dejando tras de sí una serie de deudas, las cuales habían terminado con un par de jugadores profesionales dispuestos a quitarle el pellejo.
La joven daba gracias a Dios de que la propiedad donde su amiga residía estuviese asociada al título de su padre, porque si no, a estas alturas, la pobre ya estaría viviendo en la indigencia.
En un primer momento, Megan se vio impotente ante la situación y se limitó a dar consuelo a su amiga. La invitaba casi a diario a tomar el té y se esforzaba por mantener siempre un ojo sobre ella para que no le faltara de nada. Le había regalado vestidos que fingía que le quedaban cortos, y la había llevado con ella a cada fiesta a la que era invitada. Pero, al margen de estas bienintencionadas "ayudas", no había nada que pudiera hacer para solucionar su descenso a la ruina económica.
Jamás se le hubiera ocurrido que podría tomar cartas en el asunto hasta que Lauren le contó, entre sollozos, cómo esos hombres la habían manoseado y amenazado la última vez que irrumpieron en su casa; toda la inventiva y coraje necesarios se fueron construyendo en su interior hasta encontrar una salida. Conseguirían el dinero por el que la estaban extorsionando. Dos mil libras nada menos.
Megan pudo retirar algunos fondos por los que no tenía que dar explicaciones y Lauren pudo conseguir también un buen adelanto de la asignación que sus abuelos maternos le destinaban cada año. Pero, aun así, seguían precisando otras mil quinientas libras. Ella hubiera recurrido a su hermano para solucionarlo, pero Lauren se negó. Abrumada como estaba por la vergüenza, no quería que nadie más estuviese al tanto de los ignominiosos vicios de su padre, aunque Megan sospechaba que la situación de Lord Holbrook era bien conocida en los corrillos de la alta sociedad.
De modo que allí estaban. En algún momento de su desesperada y demente búsqueda de una solución, habían ideado aquel descabellado plan de atracar los carruajes que volviesen de Guildford y robar las joyas de las incautas damas de la alta sociedad que pasaran por allí.
Era un plan harto complicado, porque había pocas mujeres que se aventurasen a viajar solas por la noche, pero habían elegido las primeras horas tras el ocaso... y tenían que reconocer que no se les estaba dando tan mal.
Habían decidido actuar durante las dos o tres noches que durase la luna llena, pues para su falta de experiencia en el mundo de la delincuencia, era mucho más adecuado contar con visibilidad que andar a ciegas. De momento, ya habían conseguido atracar a dos carruajes y esta noche, Dios mediante, podrían dar por finalizada la hazaña.
Observaban desde una extensa arboleda que ocultaba su presencia, la cual les ofrecía una amplia visión del camino que discurría media milla más abajo. Allí esperaban hasta distinguir algún carruaje claramente femenino, adecuado para convertirse en su botín de la noche.
Era bien sabido que a los señores de la alta sociedad no les gustaba viajar en aquellos pequeños y acicalados faetones que sus derrochadoras esposas se empeñaban en comprar, por lo que tenían todas las probabilidades de que estuviese ocupados por damas tan asustadas que no las reconocerían ni ofrecerían resistencia.
Y así, habían pasado las últimas tres veladas escondidas en medio del bosque, disfrazadas de burdas asaltadoras de caminos, para luego correr a la casa de empeños y cambiar las joyas por dinero —cuando se paraba a pensarlo, le costaba entender como la divina providencia les permitía salir airosas de todo este embrollo—. Tenían la teoría de que si se daban la suficiente prisa no podrían pillarlas.
Aquel camino, tan cerca de la ciudad y tan transitado, no era el mejor lugar para que actuase una banda de asaltadores. A nadie se le ocurriría elegir aquel enclave... a largo plazo. Pero ellas tendrían solucionada su "situación" en dos o tres noches, y a las autoridades les costaría mucho más que eso tomar declaraciones y poner en marcha su investigación.
Desaparecerían como la espuma en la orilla, mucho antes de que la policía de Bow Street llegara a actuar. O eso al menos era lo que se decía una y cien veces para tranquilizar su agitada conciencia.
—Megan, oigo algo. —Su amiga se tumbó sobre el borde de la pequeña loma para observar como aparecía, una milla a lo lejos, un carruaje de color claro y de pequeñas dimensiones. Se tumbó junto al cuerpo de Lauren y se subió el pañuelo negro por encima de la nariz.
—Es uno de los nuestros —aseguró.
La mirada de la joven se cruzó con la de su compañera y una pequeña punzada de culpa inundó los bellos ojos verdes, que estaban increíblemente brillantes y húmedos.
—Ni se te ocurra decirlo. Estamos juntas en esto. —Megan cogió su mano y entrelazó los dedos con los de ella—. Fui yo quien lo sugirió, así es que basta de remordimientos. Si tenemos suerte, será la última, Laury.
Una trémula sonrisa asomó a los inocentes ojos de color esmeralda y un apretón en su mano le demostró que su amiga se estaba conteniendo un abrazo.
—Te quiero, Megan Chadwick.
La tensión y la emoción hicieron a Megan soltar una carcajada.
—Eres una romanticona, Lauren Malone. ¡Vamos!


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