Capítulo uno - La Ofrenda - Mariam Orazal

Señorío de Kilravock, Croy, Inverness, Escocia. Año 1.294 d.C.




«No puede haberme abandonado».

Lady Sarah de Rose Bosco paseaba por la muralla del señorío notando el cambio de temperatura que anunciaba la llegada de la fría noche de las Highlands. El viento soplaba, sin embargo, tranquilo, empujando apenas los largos cabellos dorados de Sarah contra la piel nívea de su cara. Eran los primeros días del verano escocés y, aunque iban proporcionando a los habitantes de Nairnshire un agradecido calor cuando el sol reinaba en el cielo, lo cierto era que las brisas del Fiordo de Moray traían en el ocaso el frescor de los océanos.

Se volvió en derredor, intentando empaparse de la tranquilidad y la paz que reinaba en su pequeña heredad. Las sencillas gentes de Kilravock recogían sus aperos y se preparaban para pasar la noche en las pequeñas cabañas de piedra y madera que compartían la misma estructura con la mansión principal de su familia.

El señorío de Kilravock, junto al poblado de Croy, había ido creciendo a la par que ella. Cuando sus padres se instalaron allí, no había más que una colina desnuda, rodeada de abedules, robles y pinos caledonios. Con aquellas maderas y duro granito se había ido forjando lo que hoy se había convertido en un pequeño feudo en el que compartían sus vidas más de un centenar de almas. Era un lugar encantador, en opinión de Sarah, donde se había hecho notar el buen hacer de su madre.

Ahora contaban con una muralla que rodeaba el perímetro y que les daba protección. En las peligrosas Tierras Altas de Escocia la defensa era una herramienta básica para la supervivencia, pues las distintas facciones y reyertas familiares convertían el noroeste del reino en una tierra difícil e inhóspita. Y sin embargo tan bella.

Sarah estaba absolutamente enamorada de aquellas praderas de verde intenso y de los frondosos bosques que rodeaban la zona costera del Fiordo de Moray. Adoraba el mar y los escarpados acantilados que parecían arañados en la roca por la mano de Dios. Aquel era un paraíso terrenal y le costaba imaginar que hubiera otro rincón más hermoso y apacible en algún otro lugar en el mundo. Y todo lo que le rodeaba, toda aquella belleza, toda aquella reconfortante sencillez estarían algún día bajo el poder de William de Rose.

La joven dama, inmersa en un maremágnum de pensamientos, llevaba más de una hora caminando por los dominios de Kilravock sin dar crédito aún a las noticias que habían traído los caballeros de su padre: su hermano no había podido ser encontrado.

Jamás habría imaginado que la tardanza de William pudiera ser el preludio de su desaparición. Pero lo que de verdad le costaba asumir a la joven era que su familia creyese que su prolongada ausencia era decisión propia.; incluso su padre había estado dispuesto a aceptar que su heredero había abandonado sus tierras, su herencia y a su familia por meterse debajo de las faldas de la mujer con la que, supuestamente, lo habían visto atravesar la frontera de las Highlands. Cierto era que su padre no tenía, hacía muchos meses, la cabeza sobre los hombros y que más bien parecía la sombra del fuerte y valeroso guerrero que algún día había sido, pero renunciar a su hijo no era algo que Sarah considerase propio del talante de su progenitor.

Sin embargo, Lord Hugh de Rose había parecido indiferente ante las noticias. Ni siquiera había mostrado enfado o cólera, sino una triste aceptación de que William les había traicionado sin dar una explicación. Parecía como si de algún modo, él se hubiera estado preparando, como si hubiera asumido de antemano que su primogénito acabaría abandonándoles. ¿Tal vez su padre tenía información que no había compartido con ella? ¿Habrían tenido alguna disputa antes de que William partiese a su misión? No podía saberlo. El Laird se había vuelto una persona hosca y poco comunicativa en los últimos meses, incluso con su amada hija, a quien siempre trató como una confidente. La sensación de pérdida por aquella idílica vida que habían dejado atrás le atravesó, pero enseguida se esforzó por acallarla. Se obligó a centrarse en el motivo principal de su preocupación: William.

Sarah, conociendo a su hermano mejor que nadie, sabía que era imposible que él hubiera abandonado a su familia, fuese cual fuese el motivo. El futuro Laird de Kilravock parecía aventurero y despreocupado; pero, su habitual carácter pendenciero no era más que una fachada propia de la juventud. Para William el honor y la familia eran principios morales muy férreos, por lo que la joven estaba convencida de que no existía la más mínima posibilidad de que éste hubiera decidido no volver a casa por voluntad propia. Pero, además, en su corazón, la joven sentía que William nunca la hubiera abandonado a su suerte.

Era el hermano más leal y bondadoso que hubiera podido soñar, protegiéndola siempre incluso de sus propias travesuras. Le había tratado como a un igual, enseñándole todas aquellas tareas de hombres que se suponía que una dama no tenía que conocer; y que habían hecho a su madre enojar en muchas ocasiones. Le había enseñado a cazar y a tirar con el arco, a sujetar con firmeza una espada y a trepar por cualquier superficie. Le había presionado como a cualquier de sus guerreros cuando asumía su papel de maestro y, sin embargo, le había colmado de ternura.

Sarah estaría siempre agradecida porque le hubiera enseñado a leer y escribir. Apreciaba tanto aquella capacidad adquirida que, desde que tuvo edad suficiente, había intentado traspasar este conocimiento a todas las mujeres de su clan que deseasen aprender, aunque también ejercía de maestra con algunos de los niños y jóvenes. En cualquier caso, todos sus alumnos eran más aplicados de lo que lo había sido ella, que no había hecho nada fácil la tarea para su hermano. Había sido un pequeño demonio protestón que intentaba saltarse las clases y sentenciar sus propias reglas sobre todo cuanto le explicaba. Y, sin embargo, William había tenido una paciencia infinita.

El futuro Laird tenía un carácter noble que a veces le había llevado a renunciar a su propio beneficio para favorecer a los demás, como aquella vez que su padre había querido comprarle un caballo muy hermoso a un comerciante húngaro. El hijo pequeño del mercader lloraba desconsolado porque había tomado mucho cariño al semental, al que consideraba suyo, pues se había encargado de sus cuidados desde que nació. El fuerte y robusto húngaro con un aspecto de bandido y una voz atronadora, regañaba al niño y le zarandeaba por el brazo, exigiéndole que se comportase como un hombre, a pesar de no tener más de siete u ocho años. William, a pesar de haber quedado fascinado con el rocín, comenzó a ponerle pegas y a decir que aquel caballo no era digno de un futuro Laird como él —la humildad no se hallaba entre sus muchas virtudes, por lo que a nadie le extrañaron sus fanfarronadas—; y consiguió desilusionar de la compra a su padre, sin que él o el comerciante se diesen cuenta de que lo había hecho porque no había sido capaz de soportar la tristeza en la cara del niño pequeño. No, de ninguna manera iba a aceptar que su hermano se comportase de forma egoísta e irresponsable en este asunto; y su padre tampoco lo creería si no estuviera inmerso en el derrotismo.

Mientras recorría la muralla en dirección hacia la mansión principal para participar de la cena que, de seguro, ya impregnaba de deliciosos aromas el salón central, Sarah no podía dejar de pensar en los cambios producidos desde la muerte accidental de su madre; sobre todo en el Laird del castillo, que había perdido su templanza y su luz a la vez que a su amada esposa.

Lord Hugh de Rose había sido, en otro tiempo, un dechado de optimismo y alegría, un padre atento y comprensivo, un marido fiel y entregado. Pero, desde que la desgracia recayó sobres sus vidas, se hallaba sumido en un estado constante de apatía y abstracción que tenía a todo el clan harto preocupado.

A menudo, manaba de él una furia reprimida, que lo tenía sentado junto al hogar con los puños cerrados y las venas del cuello tan tensas como las cuerdas de un laúd. Sarah intuía que no podía recuperar la paz porque no podía perdonar la imprudencia de Lady Marie. Él había advertido a la esposa, lo había hecho decenas de veces, acerca de la naturaleza salvaje del nuevo semental que habían comprado. Sin embargo, en su afán de ayudar al viejo Ian McNairn, que había sufrido altas fiebres aquel invierno, había acudido a echarle una mano en los establos exponiéndose al ataque del animal que le había arrebatado la vida en un accidente absurdo.

El padre de Sarah había elegido culpar a la esposa por haberle abandonado y esa rabia no le permitía afrontar el dolor, no le daba paz. Sarah también había estado furiosa al principio. No con su madre, oh no, ella estaba furiosa con el mundo entero; pero se guardaba su rabia y su dolor porque era consciente de que tenía que velar por el bienestar de su padre y su hermano. Además, pronto comprendió que tenía que convivir con la pena y con la ausencia de su madre en silencio, ya que el invierno era muy duro en las Tierras Altas escocesas y alguien tenía que encargarse de que todo continuará funcionado en el feudo. De modo que pronto dejó a un lado las emociones negativas para asumir el papel de señora del clan y cuidar, como había hecho su madre, de la vida de los Rose; pero su determinación por hacer lo correcto no había aminorado, en absoluto, el peso en su alma. La falta de su madre le había dejado una herida que seguía sin curar.

La muerte de Lady Marie había sido devastadora para todos ellos, pues había sido una mujer cariñosa y magnánima, adorada por todos los habitantes de la región, donde era muy conocida y querida por su buen corazón. A pesar de provenir de una familia poderosa como los Bisset de las Lowlands, su humildad pronto fue evidente para el clan de su esposo, a quienes ayudaba en cualquier situación, actuando siempre como defensora de su bienestar.

Ahora era su hija quien ejercía este trabajo, con el mismo amor y devoción que lo había practicado su madre. Sarah amaba profundamente su hogar, y se sentía escocesa hasta la médula de sus huesos a pesar de que la rama paterna de su familia, de origen normando, apenas llevaba unas pocas docenas de años habitando las tierras del Fiordo de Moray.

—Querida —le sorprendió la voz grave de su tío, que la sacó de sus negros pensamientos—, tendríais que retiraros a vuestra recámara a descansar; lucís un semblante muy pálido hoy. Debéis cuidaros, sobrina; ningún jefe querrá por esposa a la Rosa de Kilravock si parece débil y enfermiza.

Friedrick de Rose, hermanastro de su padre, la miraba con preocupación y desaprobación en sus perspicaces ojos grises.

Sarah desaprobaba la desaprobación de su tío, que era una constante en su vida. El hombre se pasaba todo el santo día criticando sus decisiones y las de su hermano, además de vigilar y sancionar a todos los siervos y criados por motivos, a veces, poco razonables. Tenía, además, la irritante costumbre de utilizar el apodo con el que se le conocía en el clan para recordarle su obligación de contraer matrimonio. "La Rosa de Kilravock" era un sobrenombre que le había puesto su madre al nacer porque decía que tenía la tez del mismo tono que las rosas de su jardín y porque además le hacían gracia los juegos de palabras con su apellido.

—¡Tío, buenas noches! No os había visto salir. —Se acercó al robusto hombre de cabellos oscuros y ojos vivarachos que la había abordado—. En este mismo momento me dirigía al interior; empieza a hacer frío.

Se frotó los brazos extrañándose de la temperatura, que era más fría de lo que había esperado al salir sin la sobreveste de tartán rojo y azul de los Rose.

—Muchacha, espero que no os enfrentéis a vuestro padre por su decisión de suspender la búsqueda de vuestro hermano. —Su tío parecía estar elevando una oración, más que planteando una posibilidad—. Ya sabes cuánto ha sufrido en los últimos tiempos. Necesita pensar con claridad acerca de los motivos de William para no volver.

Su hermano había marchado hacía dos meses para comunicar a los Bisset el fallecimiento de Lady Marie y hasta la fecha seguían sin noticias fiables de su paradero. Según los mensajeros enviados por su padre, tras dar a conocer la noticia, el joven William habría iniciado el camino a casa y lo último que se sabía es que se le había visto en las afueras de la ciudad de Inverness acompañado de una joven doncella.

Sarah se giró para observar la actividad que, aún cercana la hora de la cena, se desarrollaba en la entrada al señorío. El joven Archibald cepillaba los caballos en la puerta del establo, ayudando a Ian McNairn que le dirigió una mirada de preocupación. A él tampoco le habían convencido las noticias sobre su hermano. De entre todos los habitantes de Kilravock, el viejo Ian y ella eran los que mejor conocían los profundos sentimientos del joven heredero, pues eran largas las horas que pasaban los tres juntos en el establo, cuidando de los caballos y comentando acerca del futuro, un futuro del que William jamás hubiera huido.

—No podéis asegurar que William no haya vuelto por decisión propia. Conozco a mi hermano, mejor de lo que parecéis conocerlo mi padre y vos. Os aseguro que él no es un desertor. Él ama a este clan y si no ha vuelto debe haber alguna razón de peso para ello —respondió, notando como se erizaban los vellos de sus brazos bajo las finas mangas de su túnica color aguamarina.

—Tranquila, querida —respondió Friedrick, levantando sus regordetes brazos en señal de rendición para volver a colocarlos sobre el cincho de cuero que le sujetaba el tartán sobre la barriga—, no insinuaba lo contrario. Lamento que hayáis malinterpretado mis palabras. No doy por supuesta ninguna opción con respecto a los motivos por los que William no ha vuelto. Sólo quería pediros que seáis paciente con vuestro padre; no quiero que él tenga una guerra aquí que no pueda manejar.

—Os prometo que intentaré no disgustar a mi padre ni enfrentarme con él, pero —añadió Sarah con el objeto de calmarle mientras se volvía y comenzaba a caminar hacia la casa— no podéis pedirme que no defienda a mi hermano. Sabéis, tan bien como yo, que Kilravock necesita a William: las cosechas necesitan una supervisión constante, nuestras defensas se mantienen en un estado decente gracias a los esfuerzos de Gideon, —El capitán de la guardia de su padre continuaba realizando entrenamientos a diario y defendiendo los límites del feudo— pero no es suficiente para proteger todos los dominios del clan, ni responder a los ataques recientes. Estamos perdiendo muchas reservas en las incursiones y cualquier día podrían producirse heridos.

Las incursiones de los MacIntosh y los Fraser no eran algo de lo que preocuparse en otros tiempos, porque lo que a veces se perdía durante los ataques de los clanes vecinos, se recuperaba con los saqueos que los propios Rose planeaban de forma magistral. A menudo se tiraban semanas preparando un ataque y su padre los vivía con auténtico entusiasmo. Pero, desde hacía varios meses, los Rose no incursionaban. Sin embargo, los clanes vecinos no habían dejado de hacerlo y eso les dejaba con muchas pérdidas y ninguna ganancia.

Para mayor preocupación de Sarah, en los últimos ataques los enemigos se estaban volviendo más violentos; y ya habían sido varias las ocasiones en que habían tenido que apagar el fuego de algunas cabañas y salvar a los campesinos de las llamas. Aquellas incursiones, sin embargo, no parecían tener el objetivo de llenar las despensas de otro clan, sino el simple hecho de hacer daño. Y lo que era más sospechoso, los atacantes que amedrentaban sus tierras no vestían ningún tartán o emblema reconocible... llegaban como fantasmas y como tal desaparecían.

—¡Muchacha, habláis sin tino! —Explotó el hombre mayor—. ¿Estáis diciendo que vuestro padre no puede proteger sus propios dominios? ¿De verdad creéis que ese hermano vuestro es la salvación de Kilravock? ¿Cuántas veces ha tenido que ser llamado a capítulo? Nadie cree que ese muchacho pueda dirigir algún día los destinos de los Rose.

—Puede que sea un poco obstinado y rebelde —repuso Sarah, un tanto sorprendida por tanta hostilidad—, pero también es un joven valeroso y honorable. Mi padre es un gran Laird y es muy capaz de defendernos a todos, pero, tampoco olvidéis que William es, por derecho propio, el futuro jefe de este clan.

—Un jefe que parece preferir estar bajo las faldas de alguna doncella de cabellos rojos, que defendiendo el honor de su clan, si me lo permitís —añadió con desprecio en su voz.

—¡Desde luego que no os lo permito! —clamó Sarah con los brazos en jarra; se giró con renovada furia, enfrentando al hermanastro de su padre.

Los pocos hombres que quedaban en el patio alzaban la vista ante el tono de la conversación que tío y sobrina estaban manteniendo, por lo que sus siguientes palabras las pronunció bajando el volumen.

—No permitiré que nadie dude de la honestidad de mi hermano —continuó— a causa de unos rumores de los que no tenemos confirmación alguna; y que bien podrían haber sido inventados por alguna alcahueta.

Friedrick de Rose, que también había observado cómo estaban llamando la atención, sostuvo el brazo de su sobrina y le encomió a seguir su camino hasta el interior de la casa.

—Vuestro propio padre ha suspendido la búsqueda, muchacha. Vuestra obstinación no tendrá ningún resultado. Más bien al contrario, conseguiréis que os castiguen si os empeñáis en contradecir a vuestro jefe. Será el tiempo el que demuestre las intenciones de vuestro hermano; él todavía puede volver por su propio pie.

—Ahí reside el problema. ¿Es que no lo veis? —contestó Sarah con desesperación, soltándose del agarre en su brazo y deteniéndose de nuevo—. Si William pudiese volver por su voluntad ya lo habría hecho. Tiene que haber ocurrido algo que le está reteniendo y mi padre está tan vencido por la amargura que ve demonios y sombras donde no los hay. ¡William no es un desertor!

—Sobrina, he de reconocer que es admirable vuestra lealtad y confianza para vuestro hermano, —El hombre mayor volvió a levantar la vista hacía la joven con un brillo de determinación en sus pequeños ojos grises— pero parecéis ser la única que no ve que, por su habitual inconsistencia de carácter, podría muy bien haber tomado la decisión de no volver para enredarse con esa jovenzuela.

Sarah bullía de indignación. ¡Su hermano jamás había dado muestras de inconsistencia de carácter! Su tío era muy dado a criticar a William, pero se estaba pasando esta noche. ¡Por Dios bendito! Todos habían perdido el juicio y parecían dispuestos a culpar al joven de poco menos que traición. Cuando William volviera tendría que hablar con él sobre mostrar sus verdaderos y profundos sentimientos ante el resto del clan, porque aquello de parecer siempre tan alegre y despreocupado no les estaba siendo provechoso.

—Tío, por favor...

—Querida, sólo pretendo haceros entender que el futuro de todos nosotros también puede depender de vos. Si aceptarais alguna de las propuestas de matrimonio que habéis recibido, entonces Kilravock podría tener un hombre de armas fuerte que os protegiese a vos y al clan.

Friedrick de Rose era como un perro cuando enganchaba un hueso. No era la primera vez que le aconsejaba tomar un esposo y no uno cualquiera. Él quería que se desposase con alguno de los poderosos jefes de las Highlands, pero ninguna de las propuestas le había parecido atractiva. No tenía obligación de casarse, no todavía, y mucho menos porque todos creyesen que su hermano no iba a volver. Sus padres le habían prometido que se casaría sólo si lo deseaba y que tendría la posibilidad de aceptar o rechazar a los candidatos sin coacciones de ningún tipo. De modo que ahora no iba a aceptar que fuese su tío quien le presionase. Dispuesta a no continuar con aquella infructuosa conversación y estando ya próxima a los escalones del castillo, Sarah decidió ofrecer una postura condescendiente.

—Eso no será necesario; como os he dicho, estoy convencida de que William volverá. Mientras tanto os aseguro que no azuzaré a mi padre y que no volveré a mencionar mis temores como vos recomendáis. —Desde luego no con él, pensó ofuscada—. Pero debéis entender que sólo me preocupo por el bienestar del clan y también por el de mi hermano.

Friedrick de Rose asintió, suspirando ante lo que asumió como una parcial sumisión de su sobrina, y le precedió en la entrada al gran salón donde los hombres ya estaban dando cuenta de su festín de la noche.

Sobre las largas mesas de madera de roble se habían dispuesto toda clase de viandas acompañadas del mejor hidromiel, que se elaboraba con miel, agua y levaduras y que era la bebida favorita de Sarah. Pasteles de carne y conejo asado llenaban las fuentes, desprendiendo un aroma tan apetecible que se le hizo agua la boca. También había tarta de calabaza que ella misma había ayudado a elaborar. Lástima que su reciente enojo le arruinase la cena.

Las palabras del hermanastro de su padre le habían enfurecido. ¡Qué gente tan obstinada! Podía comprender que estuvieran dando crédito a unos rumores que no habían podido demostrarse, porque al fin y al cabo las gentes aquellas tierras eran muy dadas a chismear, pero, ¿es que a nadie se le ocurría pensar que pudiesen haber secuestrado o herido a su hermano? Tomó asiento frente a su padre, que parecía estar ensimismado en su plato de comida, con la mirada perdida y la misma expresión de tristeza perpetua que llevaba escrita en su faz durante los últimos seis meses.

Lord Hugh era un hombre alto y fuerte, robusto y elegante a sus cincuenta años. Tenía los rasgos nórdicos que sus hijos habían heredado: pelo rubio oscuro y ojos azul intenso. Su rostro era afable y otrora risueño. Ahora los surcos de la tristeza habían afectado su frente y las comisuras de su boca que tendían más a inclinarse hacia abajo que hacia arriba. Había sido un hombre muy guapo e incluso a su edad y con algunas canas bailando en su cabellera, tenía un porte hermoso.

Sarah hubiera deseado acercarse a él y zarandearlo por los hombros como se hace con los niños que no atienden a razones. Quizá, con algún que otro meneo, la cabeza de su padre se despejaría y podría entender que algo raro estaba sucediendo aquí. Pero aparte de ser tomada por una loca, se daba cuenta de la inutilidad de aquella acción. Su padre no sólo estaba triste y amargado, sino que estaba perdido y confuso, de forma permanente. Tendría que armarse de paciencia y conseguir poco a poco mostrarle alguna evidencia.

Pruebas, necesitaba pruebas. Tenía que encontrar la forma de localizarlo por su cuenta, pero ¿cómo demonios iba a conseguirlo? Una mujer sola, joven y de buena cuna tenía muy poca libertad para salir de su propio feudo y vagar a su antojo. Y desde luego los habitantes de Kilravock parecían poco dispuestos a participar de sus intrigas. No, nadie iba a ayudarle a demostrar la inocencia de su hermano y mucho menos a averiguar su paradero.

Sarah dio un muerdo al mendrugo de pan con queso que la pequeña Ariadna, la hija menor de la cocinera, había dejado caer en su plato con una sonrisa de auténtica admiración, a la que ella respondió con un asentimiento y una forzada inclinación de sus labios. Sólo habían pasado unos minutos cuando su padre, con aquella eterna expresión ausente, abandonó la mesa sin dirigirle a nadie la palabra y con su cuerpo encorvado.

Mientras, en el salón, los hombres de su clan, ajenos a la conducta de su padre, reían y chocaban sus jarras de ale, una variedad de cerveza escocesa con más malta que lúpulo muy apreciada por los hombres. Contaban por enésima vez como los Rose llegaron a Escocia y como obtuvieron la tierra más bella y fértil de las Highlands. Sarah de Rose observaba la escena, sintiendo como la determinación y la confianza tomaban el control de su maraña de pensamientos, siendo consciente de que tenía que tomar cartas en el asunto de la desaparición de su hermano, porque a pesar de la algarabía de los hombres, lo cierto es que el futuro de todos ellos dependía en gran medida de William. Era el heredero, el Tanaiste; cualquier ignorante se daría cuenta de que, si la jefatura del clan estaba en manos un anciano deprimido y de un joven desaparecido, la cosa no pintaba bien.

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