Capítulo uno - La pequeña Malone - Mariam Orazal

Londres, mayo de 1813.
Lauren Malone recordaba el momento exacto en el que, con toda certeza, supo que su padre no la quería.
Fue aquella fatídica noche, dos años atrás, en la que el Doctor Lambert les comunicó que no había ninguna posibilidad de que Lady Holbrook, su madre, sobreviviese a la tisis. Si cerraba los ojos, aún podía sentir con claridad el impacto de esas palabras, el dolor tan desolador que le hicieron sentir en el pecho.


No es que hubiera tenido muchas esperanzas, pues era bien sabido que muy pocas personas superaban la tuberculosis, pero una cosa es tener el vago conocimiento de que algo no tiene solución y otra muy distinta enfrentarte al borde del abismo, donde puedes sentir la pérdida como si fuera una gran losa que te empuja hacia el vacío.
Lauren soportaba en esos días un cansancio extremo debido a las largas horas que llevaba velando el febril sueño de Aileen Malone mientras aquella odiosa enfermedad consumía su último aliento de vida, pero se obligó a levantarse del lecho donde ella fallecería pocas horas después y bajó a buscar a su progenitor, para informarle del anuncio del buen doctor.
Durante las tres semanas trascurridas desde que su madre había enfermado, Lord Holbrook había permanecido en un discreto segundo plano. Al principio sí que se ofrecía a pasar algunas noches junto a la cama de la enferma, pero a medida que disminuía la lucidez de su esposa debido a la fiebre, la pasividad del Vizconde fue aumentando, hasta llegar el punto en el que prefería pasar las noches bebiendo en su biblioteca que junto a la mujer a la que se suponía que había amado.
Oh, y la había amado. De eso no le cabía la menor duda. Porque los pocos momentos de humanidad que había presenciado en aquel ser distante y arrogante que era su progenitor, habían sido en compañía de su perfecta y adorada esposa. De hecho, podría decirse que habían sido una familia feliz hasta aquel día, pues, aunque Lauren no contaba con el afecto de su padre, el matrimonio Malone había sido uno muy bien avenido, y ella había recibido todo el amor que una madre puede dar a su hija.
Con paso dubitativo y con el dolor apelmazando su alma, Lauren entró esa noche en la atmósfera lóbrega y cargada en que se había convertido la biblioteca desde que su padre comía, bebía y pernoctaba allí.
Lo encontró desparramado sobre el sillón, frente a una chimenea que nadie se había ocupado de mantener encendida y con el sempiterno vaso de licor colgando despreocupadamente de su mano.
—El galeno dice que deberíamos despedirnos de madre... —le anunció Lauren con una voz rasposa, fruto de su intenso cansancio—. Duda que sobreviva a esta noche.
Lord Holbrook no mostró ningún signo de haber escuchado a su hija. Permaneció con gesto ausente mirando el hueco vacío de la chimenea sin mover un solo músculo.
—Padre... —insistió Lauren.
—Ya te he oído —replicó él.
Gideon Malone balanceo su rechoncho cuerpo hasta ponerse de pie y, sujetándose con una mano al marco de la chimenea, terminó de beber pausadamente el contenido de su vaso.
Era un hombre no muy alto y con signos visibles del absoluto descuido que ponía en su persona. Tenía el pelo de un castaño medio con algunos bucles en la parte posterior y un ligero asomo de calvicie en la frente, que se había ido extendiendo con la madurez. Los ojos eran verdes, aunque con una especie de humor acuoso que nunca los había hecho particularmente bonitos. La nariz era chata y los labios finos. No podría decirse que tuviese un rostro apuesto, aunque a Lauren le constaba que en su juventud había tenido el atractivo suficiente para enamorar a su madre.
De él había heredado la forma ovalada de su rostro y la complexión más bien robusta para una jovencita, que convertían a Lauren Malone en lo que eufemísticamente venía a llamarse un cuerpo voluptuoso; lo cual quería decir que era más pechugona y culona: dos rasgos infinitamente odiados por ella.
Cuando Lord Holbrook dio por terminada la ingesta de alcohol, dejó el vaso sobre la repisa de la chimenea y se dio la vuelta para salir de la estancia. Pasó junto a su hija, se detuvo y la observó por unos instantes. Sin énfasis, sin pasión, sin ningún tipo de emoción, le dijo:
—Si al menos hubieras sido un niño, me quedaría algún motivo por el que vivir. Pero no, hasta en eso tuviste que decepcionarme. Vete a dormir o a donde quieras. Yo me quedaré con ella.
No es que antes de aquel momento Lauren no hubiese apuntado la falta de afecto que le profesaba su progenitor, pero siempre se había consolado con la certeza de que Lord Holbrook era una persona carente de emociones alegres, poseedor de un carácter tosco, grosero e introvertido.
Se consolaba con la teoría de que aquel comportamiento no tenía nada que ver con ningún tipo de aversión hacia ella, sino que se trataba de algo que su padre no podía controlar, que era connatural a su forma de ser. Una cáscara dura y amarga que solo su madre, una frágil pero valerosa hija de un conde irlandés, había conseguido penetrar.
Tantos años de autoengaño la habían dejado indefensa para asumir la cruda realidad que, expresada de una forma tan descarnada y cruel, hizo que el corazón de Lauren Malone se hiciera trizas por segunda vez esa noche.
Para colmo de sus males, las indicaciones ladradas por el susodicho antes de salir le habían impedido volver a la habitación de Lady Holbrook, por lo que no pudo volver a verla sino hasta la mañana siguiente, cuando ya había defenecido y escuchó decir al mayordomo que había venido un pintor para realizar un retrato de su madre muerta.
Al dolor, se unió el espanto. El acto de inmortalizar en una imagen a un ser querido que ha partido hacia la otra vida le parecía algo macabro e innecesario, pero nada coherente se podía esperar de un hombre que debía tener más alcohol que sangre en sus humores.
De modo que Lauren esperó hasta que aquel siniestro pintor que portaba un lienzo y un maletín salió de la habitación con el dichoso retrato, para poder al fin despedirse de la mujer que había sido el referente y la guía durante toda su vida.
La distancia que se estableció entre ellos a partir de aquel funesto día era algo que pesaba en su corazón, aún dos años después.
De manera gradual, su relación se había ido volviendo más fría e impersonal: prácticamente ni se hablaban.
Es más, tras la muerte de la señora de la casa, Lord Holbrook ni siquiera se molestaba en camuflar el desprecio que sentía por su hija en cada mirada.
Al principio el dolor por su pérdida era tan profundo y pesado que ni siquiera lo notó, y cuando la herida hubo curado, Lauren no tuvo paciencia para seguir sufriendo por este desapego de su progenitor.
Asumió los hechos y continuó adelante, evitando en la medida de lo posible cruzarse en su camino o incomodarle en lo más mínimo.
Lauren guardó el tiempo oficial de luto —un año y un día— y después retomó, tal y como era el deseo de su madre, su lugar en la vida social londinense.
Durante aquel periodo de duelo y reflexión se había esforzado al máximo por mejorar sus habilidades sociales. Dejó a un lado su afición por los libros clásicos que llenaban las estanterías de la mansión y se leyó todas y cada una de las guías de comportamiento para damas inglesas que caían en sus manos. Lauren pulió su postura, su forma de caminar y de expresarse, e hizo, en definitiva, todo lo que estuvo en su mano por perfeccionar sus dotes casaderas, pues visto el abandono paternal que sufría, supo que nadie la respaldaría cuando tuviese que volver al mercado matrimonial.
Sin embargo, y aunque paso más de una temporada entera apartada de aquel mundo, gracias a su relación con la familia del Conde de Haverston no se vio tan sola como había esperado, y cuando volvió a las fiestas y veladas pudo hacerlo con la dignidad suficiente, aunque su guardarropa hubiese sido irresponsablemente abandonado.
En esta turbulenta ignorancia hubieran seguido padre e hija eternamente si ese hombre descerebrado no hubiera tomado el camino de decadente destrucción que les había situado en el punto de mira de dos jugadores de póker profesionales con muy malas pulgas y un negocio de extorsión en pleno auge.
Cuando Lauren tuvo conocimiento de que su padre se estaba jugando toda la fortuna familiar en las mesas de juego, ya era tarde para poner a salvo el poco dinero que hubiera podido garantizar el nivel de vida que llevaban: estaban arruinados.
La servidumbre tuvo que ser despedida —excepto Hannah, quien había sido doncella de su madre y de la propia Lauren, y que se había negado categóricamente a dejarla sola—, y el mantenimiento de la casa tuvo que financiarse con la pequeña asignación que sus abuelos maternos le mandaban cada mes desde Irlanda.
Durante los últimos seis meses habían sobrevivido así, pero desde hacía dos semanas... todo se había ido al garete.
Lord Holbrook estaba descontrolado, enajenado; había empezado a apostar dinero que no tenía.
Cuando dos matones profesionales se presentaron una noche en su casa, la empujaron y toquetearon, y además le amenazaron con mancillarla si su padre no liquidaba las dos mil libras que debía, no le quedó más remedio que tomar cartas en el asunto.
Así fue como, a la postre, la honorable señorita Lauren Malone —quien había sido rechazada, despreciada y odiada sin motivo aparente por quien le dio la vida— se convirtió en guardiana y defensora de la integridad física de su padre; así fue como terminó vestida de ladrona y asaltando carruajes por los polvorientos caminos de Londres.
¡Una asaltadora de caminos! ¡Ella! La sencilla y correcta "honorable señorita Lauren Malone", quien siempre se había conducido por la senda del decoro y las buenas formas, quien había hecho de la decencia y la honradez un manto con el que cubrirse a fuerza de mucha voluntad.
Aun le costaba creer que hubiera terminado envuelta en aquella aventura de atracar a señoras de la alta sociedad para arrebatarles sus joyas y obtener el dinero que libraría a su padre de una paliza y a ella de un destino aún mucho peor.
Había que decir, en descargo de Lauren, que la idea no había sido suya. Oh, no. Ella, modosita como era, no hubiera imaginado ni en mil vidas una solución así. La prodigiosa estrategia había nacido en la maquiavélica mente de su mejor amiga: Lady Megan Chadwick.
Megan era su alma gemela, si es que tal cosa puede existir entre dos mujeres tan contrapuestas.
La hija del Conde de Haverston era una joven valerosa, dotada de unos principios inquebrantables entre los que destacaban la lealtad, la bondad y la compasión. Era una mujer incomparable, con una belleza clásica que desbordaba y que conquistaba a todos los que la conocían.
Lauren la admiraba de una forma honesta y sin resentimientos. Si sentía algo de envidia era de forma afectuosa y sincera. Megan no merecía otra cosa que su devoción y eterno agradecimiento, pues no solo había sido la mejor amiga que se puede imaginar, sino también su protectora y benefactora.
Nunca, jamás, ni aunque viviese cien años, tendría el tiempo o la capacidad para devolverle todo el cariño y la ayuda que le había prestado tan desinteresadamente a lo largo de su vida.
Megan —junto con su doncella, Hannah— era todo lo que tenía en la vida tras la muerte de su madre. Y, además, por fortuna, era un afecto correspondido.
La prueba más evidente de ello, eran los extremos a los que estaba dispuesta a llegar su mejor amiga para salvarla de la ruina social a la que se enfrentaba si el resto de la ciudad y de Inglaterra (porque un aristócrata arruinado era un escándalo de proporciones nacionales) se enteraban de la calamitosa situación que vivían los Malone.
Aquella noche en que fue duramente maltratada por dos crueles e impíos estafadores, Megan Chadwick tomó, de una forma absolutamente formidable, las riendas de la situación.
No solo elucubró un plan para conseguir el dinero que necesitaba para pagar las deudas de juego de Lord Holbrook, sino que, para redondear el sacrificio, la acompañó en todos y cada uno de los atracos. Bueno, a decir verdad, había llevado la voz cantante.
Por tanto, había que convenir que no solo se había echado a perder a sí misma, sino que había arrastrado consigo a una de las jóvenes más cotizadas de Londres, y todo para salvar de la más absoluta ruina—y de una paliza monumental— a un hombre que ni siquiera lo merecía.
Y lo habían hecho. Habían conseguido las dos mil libras gracias a las joyas que habían robado a tres señoras de la alta sociedad londinense y un conocido aristócrata. Las habían intercambiado por dinero en una casa de empeño y se lo habían devuelto a Lord Holbrook para que liquidase su deuda.
¿Se lo había agradecido él? Obviamente no. ¿Se había controlado desde entonces? ¿Se había mantenido lejos de las mesas de juego? No, no y no. Había vuelto a apostar; llegando incluso a sobrepasar sus posibilidades de pago.
Esta vez, Lord Holbrook había firmado pagarés por miles de libras a esos mafiosos, exponiéndose a una segura estadía en la cárcel de deudores.
El momento en que tuvo conocimiento de esta nueva desgracia, probablemente quedaría grabado en su memoria para siempre: se había engalanado para la velada musical, que tendría lugar en Haverston Manor, la residencia de los Chadwick, con un precioso vestido de color azul éter que le había regalado Megan —últimamente todos sus vestidos bonitos procedían de la exclusiva donación de la familia Chadwick, algo que le avergonzaba, aunque no lo suficiente como para rechazarlo. Ella era, ante todo, una mujer pragmática—, cuando escuchó el sonido de cristales rotos.
Entró precipitadamente en la biblioteca donde pudo comprobar que su padre había estrellado contra la chimenea una botella de licor vacía. Entre hipos y balbuceos le anunció que pronto vendrían a llevárselo a la cárcel de deudores e incluso se atrevió a acusarla de que semejante noticia la haría feliz.
Cuando Lauren perdió su inconmovible compostura y comenzó a reprenderle por su estupidez, él simplemente le obsequió con toda clase de insultos y la golpeó.
Después de eso, Lord Holbrook había salido de la biblioteca y de la casa, y ella se había quedado sentada en el sillón donde su madre leía, con las manos tan frías que suponían un alivio para el calor lacerante que desprendía el costado derecho de su cara, donde su padre había dejado constancia física de su desprecio por su única hija.
En el momento presente, Lauren podía ver pasar por su mente todos los detalles de las últimas doce horas como si fueran una de esas novelas góticas que leía su madre, no por la trama amorosa, sino por el despropósito en que se había convertido su vida.
Primero la ilusión por la fiesta, y por la oportunidad que supondría para verlo a ÉL. Después el descubrimiento de la catástrofe, seguido de la impronta del odio de su padre, traducido en un bofetón que le había hecho sangrar la ceja y amoratar la mejilla, y para culminar la noche: otro disparatado plan de rescate de Megan Chadwick.
Porque, cuando Lauren no apareció en la fiesta, Megan apareció en su casa.
La brillante y bondadosa heredera del Conde de Haverston la consoló y lloró junto a ella, para acto seguido sufrir un arranque de indignación y negarse en redondo a condescender con el hecho de que los Malone se iban de cabeza a Marshalsea, la cárcel de Southwark donde iban a parar la mayoría de los morosos.
En seguida tuvo un plan en mente: robar (¿cómo no?) los pagarés de la casa del mismísimo Albert Growden, el cabecilla de aquella pareja de jugadores profesionales que tenían a su padre cogido por... el pescuezo.
Pero el plan se había hundido, como todo lo demás. Ella misma se había asegurado de garantizar su fracaso. ¡Robarles a unos mafiosos! Lauren no podía consentirlo. No podía permitir que la heredera de los Chadwick se expusiera a semejante peligro e ignominia.
De modo que había hecho lo único que creía que podría detenerla: lo había avisado a ÉL. Y, como no podía ser de otra manera, ÉL las había rescatado.
Y ahora sí que todo se había ido al infierno para siempre. Ahora solo le quedaba una salida. Pero eso tendría que esperar. Todavía le quedaba una prueba que superar antes de dejar atrás su vida y convertirse en otra persona.

Todavía tenía que enfrentarlo a ÉL.


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